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Pensaba hace unos días que no todos los aprendizajes y lecciones vienen necesariamente de una situación dolorosa o de un sufrimiento prolongado. Pero sí son mucho más poderosas esas ideas que nacen de esos momentos en los que uno no tiene de dónde más aferrarse que a uno mismo, su soledad y sus pensamientos.

Algunos evitan como sea no enfrentarse a su propio espíritu. Se llenan de actividades, citas, metas por cumplir y tareas laborales o domésticas para no darle ningún espacio a lo esencial que, a fin de cuentas, es lo fundamental. Evitan conocerse porque eso implica aceptar muchas cosas y abrirle las puertas al dolor.

Cada mañana recuerdo lo maravillosa que es la existencia y le doy gracias no sé a quién porque, en tiempos de crisis, como ya lo dije, me aferro es a mí misma, pero sé que no soy ni he sido la gestora de todo lo que tengo y me rodea. Tampoco creo que lo que me ha ocurrido, ni las personas que tengo a mi lado están aquí para que yo aprenda ni evolucione. Esa labor titánica me pertenece y es intransferible.

Me asombra mucho el egoísmo de quienes creen que suceden tragedias o accidentes de un miembro de su familia para poner a prueba su paciencia y resiliencia. Esas cosas las interpreta uno y forjan el carácter porque así es la vida y en ella ocurren cosas todo el tiempo que deberíamos observar más, en vez de juzgar o reaccionar. Existimos en este planeta para encontrar nuestro propio camino y recorrerlo en total libertad. Por lo menos esa debería ser la premisa principal que guíe lo que somos.

En lo que va de este año entendí que el dolor y la paz pueden coexistir, y que la alegría y la tristeza no dependen únicamente de lo inevitable o evitable sino de una postura con uno mismo y hacia los demás. Que el duelo se acompaña mejor en silencio. Que los límites son sanos y necesarios, pero que todos estamos aprendiendo, no sólo a ponerlos, sino a respetarlos.

Mi reflexión surge de situaciones que si hubiera podido elegir, no elegiría, pero ya que pasaron, intentaré sacar lo mejor —o lo peor— de ellas. Dos meses van del 2024 y yo siento como si hubieran sido años. Recuerdo entonces que la vida es así de espontánea y no avisa de ninguna manera ni permite ensayos o preparaciones aunque hagamos el intento de controlarlo todo.

Hoy escribo desde el dolor, aunque muchas veces me digo que no es necesario. Sin embargo, lo hago para aferrarme, para no anestesiarme contra la indiferencia ni dejarme invadir del temor a decir lo que pienso o a actuar según el entendimiento que tengo de la vida. Lo hago mientras veo en mi mente las imágenes de los palestinos huyendo de las balas en medio de un intento por conseguir comida; de los miembros del Kremlin aplaudiendo, no sé si con frialdad o cinismo, la locura que dice Putin de acabar con la civilización usando armas nucleares (¿no se darán cuenta de que ellos también hacen parte del mundo que su líder amenaza con destruir?). Pienso entonces en el dolor de los otros, en sus propios miedos y temores y comprendo que, tristemente, es esto lo que en su mayoría mueve el mundo. Cómo seríamos de fuertes y poderosos si nos movilizaran más el amor, la bondad y la solidaridad.

Cierro los ojos y me pregunto ellos a qué se aferran: a un trozo de comida o a la esperanza de que algún día la barbarie en su contra acabe. A la mentira que es la excusa para invadir un país o a la idea de que tal vez Putin no sea capaz de tanto.

En todo caso son sólo mis ideas tomando forma en un trozo de papel sin la intención de solucionar nada, porque nada está a mi alcance. Pero me entusiasma pensar en que algo de lo que digo pueda resonar en otra mente, en otro corazón, y ayudarle a no sentirse tan solo.

Otros escritos de esta autora:
https://noapto.co/amalia-uribe/

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