Algunas noches, cuando pasa el helicóptero que vigila a Medellín, hay que subirle el volumen al televisor. Como vivimos en la ciudad en que vivimos, no nos asusta el estruendo del aparato, aunque suene a campo sitiado, sino que nos imaginamos al exalcalde Quintero desde el patio de su casa, haciendo la señal de la mano, dedo del medio empinado, en protesta porque piensa que Fico manda a la Policía a vigilarlo. Entonces nos da risa.
La imagen deja de ser graciosa cuando el sujeto, en lugar de figurar en papeles judiciales, fallos fiscales o noticias de inhabilidad, aparece en las encuestas electorales, más visible entre los otros 74 aspirantes que cuando el helicóptero sobrevuela su casa, y haciendo más ruido en medios y podcasts serios como el de María Jimena Duzán, que las aspas del Black Hawk.
La buena noticia es que no habrá que ver su porcentaje de intención de voto hasta noviembre, si el Presidente sanciona la Ley que se escabulló en silencio, de un debate a otro, hasta ser aprobada por el Congreso, con inusitada unanimidad: una norma que regula las encuestas electorales en cuanto a rigor estadístico, entrega de datos al Consejo Nacional Electoral y momentos de difusión de resultados.
Establece el articulado que tales estudios de opinión solo podrán publicarse en medios masivos tres meses antes del comienzo de la inscripción de candidatos, y esa fecha en estas elecciones será el 31 de enero de 2026.
Al principio uno no sabe qué pensar, porque casi todo lo que sale del Legislativo, con acuerdos y sin escándalos, despierta suspicacias; porque todo lo que parezca atravesarse al derecho a la información suena a atropello de libertades; porque no hubo llanto de las casas encuestadoras ni de los medios que pagan las encuestas y se lucran de la atención ciudadana que generan.
Y no hubo llanto porque ningún medio cubrió el proceso. Tampoco hubo lobby porque a las empresas que aplican los estudios de opinión no las consultaron y porque tal vez no tengan en la nómina relacionistas públicos de ese nivel. Pero la realidad es que los periodistas estaban ocupados en el cubrimiento de la agenda escandalosa de la Casa de Nariño y de las componendas de los congresistas en los trámites de la reforma laboral, pensional, de la salud… Y este asunto que ahora apodan “mordaza” en los titulares, les pasó desapercibido.
Pero después uno ve que posan para la foto Angélica Lozano, Clara López y Paloma Valencia, tres senadoras aguerridas, de orillas opuestas, como promotoras del acuerdo, y piensa que algo bueno puede tener.
Y luego lee las noticias sobre la última encuesta de Guarumo, con 75 posibles candidatos, Batman incluido, en la que el favorito es Miguel Uribe, alguien que hoy está luchando por la vida en un hospital y cuyo pronóstico es reservado. Entonces piensa que algo de silencio viene bien.
El silencio compone el lenguaje tan significativamente como la articulación verbal. El silencio existe en la música y en la pintura; es crucial en la narrativa cinematográfica y literaria. Y debería empezar a plantearse en el universo del periodismo, como forma de comunicación, en tiempos en los que el ruido de las redes sociales lo arrasa todo con la avalancha irreflexiva del insulto, la difamación y el maniqueísmo.
Se defienden las casas encuestadoras cuando dicen que no crean los ambientes de la opinión, sino que los miden. Pero está claro también que la comunicación pública juega un papel activo en la forma como los ciudadanos moldean sus representaciones del mundo. Existen interdependencias. En palabras llanas, los estudios de opinión, una vez salen al aire, inciden, a la postre, en las decisiones electorales de la gente.
Por eso conviene que aparezcan en un ambiente más decantado, en el que las intenciones de los candidatos sean más ciertas: tres meses antes de inscribirse, un aspirante a la presidencia debe tener garantizado el aval de un partido o avanzado su proceso de recolección de firmas; y si ese es el caso, debe saber de dónde saldrá el dinero para una póliza de seriedad que la Registraduría exige. Faltará ver el impacto y eficacia de la nueva ley, y la forma en la que las encuestadoras y los candidatos intenten torcerle el cuello para no perder protagonismo en la agenda; por lo pronto refresca no tener que ver hasta noviembre los porcentajes de intención de voto de Daniel Quintero ni de Vicky ni de Roy, que se ciernen con sus bodegas en la opinión como el zumbido insoportable del rotor cuando un helicóptero pasa tan cerca, que uno cree que se va posar encima de su propia casa.
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