Silencio, por favor

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Voy a empezar por una confesión. O por una declaración, mejor, que es la palabra precisa. Ya lo dijo Guy de Maupassant: «Cualquiera que sea la cosa que queramos decir, solo hay una palabra para expresarla, un verbo para animarla y un adjetivo para calificarla».

Pero a lo que voy, a la declaración: considero que toda música amplificada es bulla, lo mismo si es Haydn, Chichi Peralta, The Rolling Stones o Paola Jara. Sin embargo…

Le ando dando vueltas al asunto por lo que ocurrió hace un par de días en Mazatlán, Sinaloa. México, para más señas. La historia corta es esta: a un grupo de hosteleros se les ocurrió que una buena manera para darle más tranquilidad a los turistas extranjeros era prohibir las bandas sinaloenses, conjuntos musicales de viento y percusión que suelen tocar en las playas mazateclas. Hubo un intento de “limpiar la zona” (porque para nuestros gobernantes ese limpiar suele ser borrar lo que no les gusta o les estorba o les afea el panorama). ¿Cuál fue la respuesta? Pues que decenas de músicos se lanzaron a las plazas y las calles con sus sousafones, trompetas, clarinetes, trombones, trompas altas, cajas, tamboras, congas, bongós, güiros y timbales para hacerse escuchar. Estuvieron en esas nueve horas, hasta que intervino la policía y la fiesta se convirtió en cisco.

«El realismo mágico siempre fue costumbrismo», concluyó el amigo mexicano que me contó la historia. Me gusta pensar que hicieron bien los músicos mexicanos, sin embargo…

Hubo quien habló del delicado equilibrio entre atraer al turista y plegarse a sus caprichos. Y también quien arguyó que, tras la música de las bandas, vienen los parlantes a todo volumen. Pienso ahora en el delicado equilibrio entre la tradición y la tranquilidad.

Es Ambrose Bierce, en su Diccionario del Diablo, quien define así el ruido: “Olor nauseabundo en el oído. Música no domesticada. Principal producto y testimonio probatorio de la civilización”.

El silencio es un privilegio difícil de conseguir. «Yo he buscado el silencio absoluto pero no he logrado encontrarlo», dice Erling Kagge, el hombre que ha caminado en los dos polos de la Tierra y la cima del Everest. Cuenta que en Estados Unidos y Dinamarca hay lugares aislados acústicamente para descansar del ruido. Hay que pagar por ellos, claro, es un bien escaso y por tanto a la venta.

Pienso en esa otra manera de estar en el mundo que se nos ha impuesto como regla: bafles de 400 watts de potencia resonando a todo taco. Ensordece a tu prójimo como a ti mismo.

Parques de pueblo, zonas turísticas, espacios de comercio, barrios… no hay zona que se escape del bullicio. Mucho menos en Medellín.

Conté esto en otro lado, pero lo repito aquí: un estudio alemán llamado Efectos de los estímulos auditivos y su ausencia en la neurogénesis del hipocampo del adulto, encontró que, en ratones, el silencio era más efectivo que cualquier otro estímulo auditivo para la generación de nuevas neuronas. Y la Organización Mundial de la Salud ha venido insistiendo en que la contaminación auditiva está asociada con aumentos de la presión arterial y otros problemas cardíacos.

La propuesta de ley antirruido que propuso el representante a la Cámara Daniel Carvalho apenas ha surtido el primero de los cuatro debates que necesita para convertirse en norma. Por ahora, cada que sienta la vibración de los bajos de un bafle que rompe la mínima tranquilidad, no queda otra que recordar la pregunta filosófica sin respuesta que escuché en la voz de Yeison Jiménez, precisamente en medio de la algarabía del parque de Ciudad Bolívar: «¿De dónde es que sale tanto malparido?».

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/mario-duque/

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