En la alcaldía inauguran un parque y llevan a un cura a bendecirlo; inician un acto cívico en el colegio público con un padre nuestro y en la clase de religión solamente enseñan la católica; en las instituciones militares siempre hay un sacerdote que además bendice las armas, en la notaría se encuentra en la entrada una gruta de la virgen o un cuadro del divino niño.
Aunque parezca común y corriente, esto demuestra que vivimos en un país en el que seguimos estando a merced de las instituciones religiosas, a pesar de vivir en un Estado “laico” que significa que lo público se mantiene al margen de la fe, con implicaciones mucho mas allá de la libertad de credo.
Eso incluye también el derecho a no creer. Para el común conocer que no eres creyente es un cuento duro de tragar. Declararse atea y encima feminista se percibe como un cóctel preparado para explotar en cualquier momento, y a veces es preferible no incitarle para no activar la necesaria dispersión alrededor. Luego, cuando se dan cuenta que además se puede ser madre y esposa heterosexual a la vez, pareciera que se compensara la aparente desbalanceada vida. Y es que hacer las aclaraciones respectivas es agotador: que se es atea, pero al tiempo buena ciudadana; que no le hago daño a nadie, que me rijo por una ética ciudadana, que respeto a las demás personas porque son seres humanos y no por temor a Dios, etc.
Alejarse de la fe y del sistema de creencias ayuda a ver la excesiva presencia de las instituciones religiosas en las decisiones del Estado, e incluso la a veces perversa interpretación de los libros sagrados que algunas personas toman para provecho propio. El poder del púlpito en las decisiones de lo público es realmente alarmante, al punto que se influye hasta para elegir a cierto candidato presidencial, o qué votar en consultas populares.
La verdad es que decidí ser atea pasiva porque entiendo la necesidad del rito en la humanidad. Ser pasiva significa no andar convenciendo a la gente creyente que está equivocada ni tampoco considerar que quien cree en Dios es imbécil. Así que participo sin ningún problema en la misa por la pérdida de un familiar, voy a un matrimonio oficiado por un pastor evangélico o hago parte de una ceremonia indígena para bendecir la cosecha y agradecer por la vida. Alejarme de la fe es acercarme a la comprensión sobre las necesidades humanas; me hace entender mejor la diversidad de formas posibles de establecer una relación trascendente individual con la espiritualidad.
Sin embargo, en las pocas veces que he comentado mi ausencia de fe, me han mirado con desprecio o asombro, otras personas hasta me han dicho que lo de atea se me quitará cuando algo realmente grave me pase, porque será la única forma de conocer verdaderamente la bondad de Dios. Y me quedo pensando en qué deseo macabro le vendrá a la cabeza en contra de mi o de mi familia, con tal que yo aprenda la lección y no me atreva a poner en duda su verdad. Por si acaso, me sacudo y trato de alejar ese deseo desventurado de tragedia de encima, encomendándome a lo poco que puedo controlar sobre mis actos, en vez de quedarme en la comodidad del “si Dios quiere” como fórmula azarosa de la vida. Por demás, no entro en discusiones y respeto cada posición de fe, tanto como pido lo mismo con la mía por no proclamar ninguna.
Pero cuando un sistema de creencias afecta la vida y el goce de los derechos, entonces sí se tiene que discutir. “El cuerpo es el primer territorio de autonomía” decimos las feministas, pero ha sido precisamente el cuerpo el más sacrificado en el mundo de la fe cristiana. Si se es mujer hay un agravante; con el concepto de la virgen inmaculada la historia se tornó en contra de nuestra propia capacidad de decisión sobre la reproducción y el placer.
Por eso la necesidad cada vez mayor de sacar la iglesia del Estado. En una iniciativa excelentemente construida con el respaldo de Fondo de Población de las Naciones Unidas, se promovió en el país, hace varios años, un proyecto pedagógico nacional para trabajar la educación sexual en las escuelas, hasta que se disparó una idea rebuscada de la “ideología de género” afirmando que se quería convertir al “homosexualismo” a los niños y niñas. Desde los templos la campaña se hizo fuerte, hicieron quitar a la ministra de educación, por además declararse lesbiana, y censuraron el material pedagógico. La objeción de conciencia por la fe ha hecho que notarios no quieran casar parejas homosexuales, médicos de hospitales no quieran practicar abortos, se niegue la pastilla del día después en el puesto de salud luego de un abuso sexual, o casos como que en la Comisaría de Familia se promueva la conciliación de la pareja después de la denuncia de la mujer por la golpiza del marido.
Predicar la fe no tiene que ir en contra de los derechos sobre el cuerpo. He conocido personas cristianas protestantes respetando y aceptando las luchas de la población LGBTIQ+ en un país que prefiere tener un hijo delincuente a un hijo “marica”. Organizaciones como Católicas por el derecho a decidir emprenden campañas para explicar cómo el ser católica no va en contra del derecho a la interrupción voluntaria del embarazo.
No creer también permite ver el riesgo de la relación cercana entre iglesia y Estado y el exigir que cada institución se dedique a lo que le corresponde. No es un capricho, está consagrado en la Constitución del 91. Ya es suficiente la colonización de la fe en las decisiones e instituciones públicas, pero más aún, son necesarias las medidas para blindar, de pretensiones mojigatas, los avances legales en el goce de derechos frente a la autonomía sobre nuestros cuerpos.