Escuchar artículo
|
La ética es, básicamente, una reflexión sobre la moral, y los seres humanos somos muy ligeros para hacer juicios éticos en general, y mucho más sobre los actos de los demás, que sobre los nuestros. Con mayor o menor conciencia, nos consideramos superiores moralmente a nuestros congéneres, a quienes les ponemos una vara más alta que la nuestra. Algo muy propio de la condición humana.
Creemos tener claro que es lo bueno y lo malo para todo el mundo, esto es, cuáles son los derechos, principios y valores que consideramos universales, con nula o poca reflexión sobre el tema. Uno de los más recurrentes es el respeto por la vida, al que muchos se refieren como un “derecho sagrado”. Me detengo en este para sustentar mi hipótesis de la poca conciencia con la que abordamos temas que exigen más meditación por sus efectos prácticos, dado que son el germen de no pocas tragedias y hasta de guerras intestinas y eternas como la que padecemos en Colombia.
Con frecuencia hago un ejercicio con alumnos y grupos de trabajo en general, partiendo de una preguntad básica: ¿para quién el respeto a la vida de los demás es un valor o un derecho “sagrado” y por los menos uno de los tres primeros en su jerarquía de valores”? Planteado de otra forma, ¿quién cree que, conscientemente, no mataría? Sin titubear, casi todos los presentes levantan la mano. Es excepcional que alguien no lo haga, aunque a veces surgen el relativismo del depende de…, que les sugiero dejar de lado para los propósitos del ejercicio.
Acto seguido, les hago una composición hipotética pero verosímil de escenario un tanto extrema, pero de esos que son más comunes en la vida de lo que pensamos. Les pregunto qué creen que harían si, al llegar a sus casas solos, portando un arma de fuego que suelen llevar con ellos, se encuentran, de repente, con el siguiente cuadro: hay tres jóvenes vecinos, que tienen entre diecinueve y veintitrés años, armados con pistolas, que están violando a su hija o hermanita de doce años, a la que encuentran en un estado de indefensión tal que ya su vida no corre peligro y, por tanto, los violadores no están usando ya sus armas.
Casi sin terminar de describir la escena, la gran mayoría de personas están respondiendo al unísono algo así como “yo mato a esos hijueputas”. Espero a que baje un poco el furor que genera el solo pensar en ese momento, para invitarlos a la reflexión sobre el tema y les recuerdo que todos, salvo alguna excepción, aseguraron que la “vida era sagrada” y que “no matarían”. Como es de esperarse, los ánimos vuelven a caldearse para justificar su probable reacción a su excepción a no matar, con razones comprensibles, pero no siempre justificables.
Hago otra pausa para que bajen más los ímpetus y les hago notar varias cuestiones: Primero, que así sean violadores, son vidas, lo cual vuelve y agita las aguas porque la vejación justifica la reacción. La tensión empieza a bajar cuando pongo entre paréntesis el respeto por la vida de los violadores (listo, que le disparen a esos hp, que “bien se lo merecen”) y les pregunto si dispararles les garantiza que vayan a matar a los abusadores armados o, al contrario, pueden poner aún más en riesgo la vida de ellos mismos y la del ser querido que está siendo ultrajado. Empieza la reflexión.
Es entonces cuando, por la vía de las preguntas o de la contraargumentación o de ambas, llegamos a una conclusión parcial: lo que priorizamos tutelar o proteger es, ante todo, la dignidad y no la vida. Primera invitación: no tomarse a la ligera las cuestiones morales y éticas.
En un segundo momento, les pido la atención, para preguntarles qué creen que harían -aunque no puede asegurarse que así actuarían, como en el primer caso tampoco-, si les hago un pequeño cambio en la composición de escenario: casi todo es igual, salvo dos cosas: 1) que uno de los jóvenes violadores armados es su hijo o su hermano más querido; y 2) que la niña que está siendo ultrajada es una vecina. Aunque sigue la indignación, la vehemencia es mucho menor: que los tiros se los pegarían en los pies, o que los denunciarían para que se pudran en la cárcel, etc., etc. Un respuesta distinta y desproporcionada (una vara diferente) ante la misma situación moral.
Con ligeras variaciones, la conclusión final casi siempre es la misma: más que la vida, lo primero que tutelamos, en este caso, como en tantos más, es la dignidad, pero no en general, sino, ante todo, la nuestra y, por extensión, la de nuestros seres queridos. Segunda invitación: a ser conscientes de que nuestra moral y ética, en casi todos los casos derivadas de una traducción judeocristiana, como lo planteó Nietzsche, suelen ser egoístas, convenientes y amañadas.
Reflexión final. Además de ligeros, egoístas y amañados, los seres humanos somos ingenuos al hacer juicios éticos. Con el citado caso, realmente más verosímil que hipotético, lo podemos comprobar. Hacer “justicia” por cuenta propia y después justificarla es más recurrente y humano de lo que creemos. Ante situaciones límite, todos somos asesinos en potencia. Causas objetivas de la violencia hay muchas y casi todos los actores las tienen. Entender esto no es justificar la violencia, sino una condición indispensable para superarla.
En el germen de casi todas los grandes conflictos y guerras, confluyen una gran dosis de ingenuidad humanística y de superioridad moral, y por eso casi todas se justifican a nombre del bien y de la “gente de bien”, que refina y se goza sus métodos de crueldad, y luego los justifica y los ideologiza, como nos lo recuerda el maestro Fernando Cruz Kronfly. Dudar de esa superioridad moral, empezando por la propia, que, si existe, es exigua en relación con las posibilidades reales de cambiar el estado de las cosas, tal vez sea el primer paso para salir de la barbarie a la que cada tanto regresamos y de la que, “los buenos, que son más”, no nos han podido sacar.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/pablo-munera/