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La vejez tiene muchas soledades. En el camino a ser adulto mayor, o mejor dicho anciano, se atraviesa un limbo muy doloroso. Es en ese lapso cuando un ser humano que fue funcional, suficiente, se da cuenta de que empieza a perder habilidades básicas. Ese “darse cuenta” es terrible y misterioso, para el protagonista y para los testigos.
Quienes vamos detrás, en la misma ruta, miramos a los de adelante con ojos de incomprensión. Ellos van allá, con dudas y temores. Y nosotros detrás, también con dudas y temores, pero, además, sin conocimiento. Juzgamos lo que consideramos como nuevas formas torpes de hacer las cosas. La mamá, que siempre fue tan serena, nos parece ahora un manojo de nervios y somos nosotros los que no nos damos cuenta del torbellino que debe estar sucediendo en su interior.
La soledad es peor cuando los recursos económicos son insuficientes. La niñez y la vejez son etapas de la vida muy costosas. El sistema de salud es incompleto, incluso, hostil. El sistema pensional es útil para muchos; pero, no llega a todos y, aunque queramos, de buena voluntad no se vive.
Aún con la compañía de familiares y amigos, cada anciano va solo con sus confusiones. Alrededor, estamos solos sin saber cuáles son las maneras adecuadas para que ese tránsito sea más armonioso.
Sí, estamos solos los cuidadores que, a punta de intuición, tratamos de acompañar responsablemente la vida adulta de nuestros familiares. Pero, nos equivocamos. Y, tal vez, el error más común, y más doloroso, es pretender protegerlos hasta de ellos mismos. Es decir, terminamos limitando sus capacidades, su autonomía; sin querer, aceleramos el tránsito a la vejez.
Hay en este punto dos elementos. Primero: el acompañamiento a los ancianos debería tener como principio fundamental la preservación de su dignidad como seres humanos. Escribirlo es muy romántico. Porque, claro, parece que fuera obvio. Sin embargo, asumir ese propósito en las acciones cotidianas es absolutamente exigente. Cómo se hace, en un acto cotidiano como bañarse, para preservar la intimidad del papá, respetar su espacio, que se sienta acompañado y no intimidado, a sabiendas de que su cuerpo no responde con agilidad.
Segundo: comprender que la vejez no es una condena. Ni para quien la transita ni para quien acompaña. Y aquí, el servicio comunitario: hacer redes y acompañarnos entre quienes estamos en la misma situación. Hijos e hijas que nos reconocemos confusos y asustados en este proceso.
El sentido de comunidad, a pequeña escala, es transformador. Muchos de nosotros estamos transitando, aprendiendo cada día a hacer lo mejor posible. ¿Y si nos juntamos en un grupo de apoyo? Una conversación, un dato, una recomendación. Contagiarnos de alegría. Hacernos visita unos a otros, llevarle galletas a los papás de los amigos. Contarnos las angustias y las maneras como resolvemos. Darnos cuenta de que podríamos restarle soledad al camino si nos acogemos entre dudas compartidas.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/maria-antonia-rincon/