¿Será que sólo soy incómoda?

¿Será que sólo soy incómoda?

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Hace unas semanas escuché y conocí por primera vez a Vanessa Rosales, escritora de varios libros, y muy reconocida por el titulado La mujer incómoda. Vanessa es una mujer Cartagenera, hija de comerciantes y como ella se nombró, una mujer con privilegios, que creció en un contexto de élite caribeña.

Aunque apenas comienzo la aventura de leer su libro, su título y su exposición en un conversatorio me regalaron algunas preguntas: ¿soy una mujer incómoda?, ¿incomodo a alguien o algo?, ¿ cuándo he sido incómoda?, ¿qué me incomoda?. Podría responder estas preguntas de muchas maneras y con muchas historias, pero recordé una.

Hace algunos años hacía parte de una organización religiosa. Allí era tallerista, enseñaba a otros cómo trabajar con jóvenes desde metodologías participativas. Un día, en una capacitación, quien era la coordinadora del momento, me llamó y me dijo que no podría seguir dando la capacitación, porque una persona se había quejado, pues yo tenía un pantalón ajustado que estaba siendo la tentación para otros, lo que se nombra como objeto de pecado. Este acontecimiento generó muchas conversaciones y decisiones, y me dijeron que, sí yo amaba la organización, debía cambiar, no vestirme de determinada manera y no tener cierta personalidad. Aunque no sabía nada de feminismo, me sentí incómoda por la reacción de la organización, me retiraron de ella, pero, ¿cuál fue la incomodidad?

Esta pregunta se podrá responder desde diferentes perspectivas; algunos dirán que no respeté la cultura y las normas de la organización; otros, que fue la pinta y una personalidad extrovertida para espacios dogmáticos; otros dirán que no hubo incomodidad, sólo pensamientos radicales; otros dirán que era mi expresión de libertad y comodidad que tanto cuestiona al patriarcado.  Pero, ¿por qué ante esta incomodidad la reacción fue la exclusión?

Traigo a colación esta reflexión, porque considero que sólo la incomodidad no transforma, ya que lo realmente disruptivo genera exclusión. Por ejemplo, tienes unos zapatos ajustados que te gustan, te los aguantas pero no te los quitas. La incomodidad genera reflexión, te llama la atención, te genera preguntas pero no rompe moldes, no transforma estructuras, no elimina barreras, porque nos enseña a adaptarnos y convivir con ella.

Esta reflexión, cercana a las discusiones feministas, es compleja y un tanto peligrosa, porque los feminismos incomodan pero no todos rompen moldes. La incomodidad tiene un precio, porque te escuchan y luego te ubican el techo. Te aceptan por pedacitos pues es el nivel de contradicción que se acepta en el privilegio. 

Esto es demasiado peligroso cuando no se tiene claro el proyecto político, el horizonte de transformación, porque lo potente de generar incomodidad es la posibilidad de ganar un lugar, tener mayor apertura a la escucha, la aceptación de algunos de  tus debates y su consolidación como agenda por un tiempo, pero, a veces, con el costo de sentir que  juegan con tu nombre y trayectoria, convertirte en la cuota de algo, de la feminista de clase alta, de la activista que trabaja en lo corporativo, de la joven popular funcionaria pública, de la revolucionaria docente.

La incomodidad permite que te nombren diferente, pero a veces sólo eres parte del teatro montado que no transforma las estructuras, porque lo que realmente transforma, es y será excluido, cuando no hay una real aceptación y disposición a construir desde la diferencia.

Por ello, hoy lo que me da temor es, ¿será que sólo soy incómoda?

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