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Era agosto de 1995 y Álvaro Gómez Hurtado se encontraba ya apartado de la política, después de varias campañas y una vida de altas dignidades en el Estado colombiano. Estaba retirado de la política electoral, pero no de los asuntos públicos, pues seguía escribiendo los editoriales en el periódico El Siglo y dando la cátedra de cultura colombiana en la Universidad Sergio Arboleda. Eran también los convulsos días del proceso 8.000 y el gobierno del presidente Samper estaba contra las cuerdas, pues era innegable la financiación del Cartel de Cali a su campaña en el 94 y la ilegitimidad del gobierno provocaba el ruido de los sables.
Álvaro Gómez escribió por esos días una serie de editoriales en contra de la corrupción, de la financiación ilegal de la campaña de Samper, de la cooptación del Estado por actores criminales. El del diecisiete de agosto de ese año decía: “Un gobierno que debe hacerse perdonar todos los días y que está sujeto a las sorpresas de que se descubran nuevos actos ilícitos, no puede tener iniciativa, no consigue convocar, no logra dominar la economía, no puede mantener la dignidad. Todo esto es evidente y por ello volvemos a proponerles a los colombianos la única política posible: tumbar el régimen”. Estas palabras, fuertes pero llenas de verdad, fueron tal vez las que le costaron la vida y no es que Gómez estuviera alentando un golpe de Estado contra el gobierno de Samper, sus palabras eran más profundas y trascendentes; en el país se debía tumbar el régimen clientelista, corrupto y mafioso.
Veintinueve años después de que lo ultimaran a tiros a la salida de una clase en la Sergio Arboleda, sus palabras parecen tomar una relevancia particular, parecen de alguna forma actuales y precisas para este momento turbulento de la vida nacional. El gobierno Petro nos trae cada día con el café del desayuno un nuevo escándalo que digerir, un nuevo indicio de sus formas non sanctas y de su talante mafioso y corrupto. Ya vamos para dos años de un país estancado, una institucionalidad aporreada, una tecnocracia menguada y la abundancia de burócratas incompetentes que parecen empeñados en llevar a la nación cuesta abajo.
El régimen del que hablaba Gómez necesita que la política sea sucia, necesita aceitar permanentemente la maquinaria de complicidades y favores para subsistir. En ese lodazal nada con avidez el presidente Petro, sabe que para que se lleven a cabo sus abyectos fines requiere del soborno, de la cooptación y la intimidación, necesita pagar el precio que cobran esos operarios cuya única ideología es el lucro y que a cambio de mil o tres mil millones de pesos apuestan la vida de cincuenta millones de colombianos.
El presidente no va a acabar su gobierno, no porque lo separen del poder con un golpe blando o duro, sino porque el suyo ya es un gobierno muerto, estéril y que no tiene el respaldo de las mayorías. Los años siguientes serán más de esto, escándalos permanentes que le impidan al gobierno administrar, pues ya ha perdido la confianza y se aferrará a ese minúsculo poder que le queda con la obcecación de que no lo dejaron, de que la promesa de cambio se evaporó por los bloqueos de la oligarquía, de la tecnocracia, el neoliberalismo o el enemigo de turno de los delirios del presidente. Hay otra, pero más difícil salida: tumbar el régimen.
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