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Desde hace varios años me declaro feminista. No me avergüenza etiquetarme así. Sé que hoy en día las etiquetas generaron una segregación enorme y a muchas personas no les gusta definirse como nada, pero los seres humanos somos eso: definiciones de nuestra personalidad que nos enmarcan en alguna orilla.

Ser feminista es decirle al patriarcado: somos humanas, ciudadanas. No queremos que nos infantilicen, ridiculicen, subestimen ni cosifiquen. No es que todas tengamos que ser amigas y cogernos de la mano. Por el contrario, el feminismo nos invita a explorarnos en todas nuestras facetas, a mostrarnos en nuestra diversidad y a zafarnos del estereotipo de lo que se espera de una buena mujer. Nos invita a ser libres.

Todo esto para decir que esta semana viví un episodio que me espantó. Me bajé de mi carro en un mall de locales comerciales justo al frente de una panadería. En una mesa había unas ocho mujeres y todas se quedaron mirándome como si fueran una manada de hienas. Yo estaba bajando una maleta del carro. No sé si me estaban mirando a mí por admirarme o por criticarme la ropa o el pelo, si estaban observando la enorme maleta o algún defecto del carro. No sé. Pero me pareció tan aterrador y me sentí tan intimidada que me quedé mirándolas y dije en voz alta: estas viejas creen que no las estoy viendo. Unas se voltearon apenadas y otras se quedaron hablando en susurros.

Yo seguí mi camino, pero me quedé pensando en lo trágico de la situación. No son ellas únicamente, es la sociedad en general y su cultura de la metidez. No sé si la palabra sea la correcta, pero es la que me sirve para definirlo. Las miradas indiscretas, los grupos de personas como pandillas que acosan a alguien que va tranquilo, los juicios, las críticas entre mujeres por el pelo, la piel, la forma de vestir o de hablar. En esta cultura se nos ha vendido esa idea de la belleza como un mandato por cumplir a cabalidad y cualquiera que se salga de ahí es vulnerable a ser cuestionado o mirado de reojo. Sigo sin saber ellas qué me estaban mirando, pero fue incómodo e innecesario, y cruel.

He caminado por grandes ciudades del mundo donde se ven personas de todo tipo y nadie se mete con nadie ni se quedan observándole sin razón. Lo primero que se vino a mi cabeza fue: qué me están mirando, qué tengo. Al llegar a mi destino me miré en un espejo. Me di cuenta de que tenía el pelo alborotado, despeinado, como lo mantengo casi siempre porque nunca aprendí a hacerme peinados y me encanta salir con él mojado, y pensé: “tal vez debería peinarme”. Pero no, no está bien. Y no importa cómo salga vestida, no es razón para que las demás te observen de esa forma.

Hace mucho tiempo dejé de ver a las mujeres como competencia y en vez me dediqué a admirarlas y a honrarlas desaprendiendo todas las ideas nefastas del patriarcado. Me parece despiadado sentarme con amigas a ver pasar otras mujeres y detallárnoslas para criticarlas o para hablar de ellas. Las mujeres somos humanas y no tenemos que encajar en ideales de belleza o de comportamiento, pero también tenemos que madurar y superar esa etapa dañina del colegio donde nos enfrentábamos unas con otras y nos comparábamos. Sé que eso fue lo que nos enseñaron. Pero ya estamos muy viejas para seguirnos comportando como mean girls. Ahora que soy mamá valido y entiendo la manera única de maternar de cada mujer, pues no hay nada más odioso que esa etiqueta de “la buena mamá”, “la buena esposa”, “la buena mujer”. Todas somos humanas, y eso basta.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/amalia-uribe/

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