Ser hetero no es lo que conocemos

Ser hetero no es lo que conocemos

Recuerdo la época donde me empecé a preguntar si era gay. Tenía por ahí 14 años y, aunque chiquito había tenido tragas y todas habían sido niñas, siempre me había sentido un poquito distinto a todos mis amigos. Era tímido con las mujeres. Propenso a la inacción. En esa época donde las hormonas colman cada poro, donde hasta un el freno de un bus excita, yo nunca aprendí a traducirlo en coqueteo. Mis amigos, en esas primeras fiestas donde empezaba a aparecer el aguardiente, siempre buscaban viejas pa’ robar. A mí me daba mucho miedo. Un miedo que se me metía desde las piernas y entiesaba mi cuerpo cada vez que veía la oportunidad a atreverme con alguna niña que me parecía bonita. Me frenaba, me volteaba y lo evitaba. Esa dinámica me parecía algo postiza. Pretender interés para terminar con una lengua adentro de uno. De alguien que ni conozco. De todas maneras, con el tiempo, me fui aflojando y adaptando más a la realidad de ese juego en Medellín. Me estrené, o le di mi primer beso a una niña cuyo nombre nunca conocí y aunque me ría del cuento, de los nervios mientras bailaba con ella, siento que traicioné un poco mi son enamorado por regalar ese primer instante así. Y mientras me fui acomodando a la realidad de Medellín, y hasta a disfrutarla, nunca me sentí del todo como el resto. Se sentía raro que hubiera tantas reglas, tantas dinámicas repetidas y tantas expectativas en una parte de la vida promete representar tanta libertad. Para mí este síntoma, esta desviación de la normalidad, apuntaba de manera automáticamente a la pregunta, y debo admitir, el miedo, de que fuera gay. Nunca fue una certeza. Siempre venía en forma de pregunta. Hacía siempre el mismo ejercicio: imagínate un hombre y una mujer empelota. ¿Cuál me provoca más? Siempre era la mujer. Respiraba con tranquilidad por la idea de que el destino me había ahorrado algo que, aunque hoy en día se ve bastante aceptado, quedan todavía restos de que ser gay es un peso. Algo que hace la vida más difícil. Que no es incorrecto, pero tampoco ideal. Se volvió una intolerancia un poco mejor enmascarada.

Con los años, encontré algo así como lo que se sentía correcto. Tuve una novia que amé profundamente y que me volcó el corazón. En el contexto de este artículo, sirvió mayoritariamente para una cosa: confirmó mi heterosexualidad. Y quizá por eso mismo, cuando terminamos, empecé a ser más yo. Empecé a protestar un poco el estereotipo de los hombres “heteros” en Medellín. Recuerdo una noche de pandemia, en una finca de la que decidimos escapar del virus. Estaba tomando ron con dos amigos que estaban en la finca. Dos paisas paisas, con sus novias hermosas, su amor por los caballos y sus camisas polo. Ya con varios tragos, en algún momento, y no sé porqué, les confesé que yo me he dado picos con amigos. A mí me parecía normal. Hay veces, en noches de borracheras, dentro del frenesí de una alegría alcoholizada, le robaba un pico lleno amor fraternal a un buen amigo. No lo veía como algo sexual. Lo veía como un acto de amor puro. Ellos, se recostaron en sus asientos, como si los hubiera azotado una realidad terrible y me dijeron “¿cómo así, es que vos sos marica o qué?”. Sentí como mi pecho empezaba a arder. Esa oración materializaba la mentira que es la aceptación gay en Medellín. De manera indirecta señalaba que, si no comportaba como ellos significaba que era gay y, si sí fuera marica, era algo malo.

Yo sé que ellos dos no son homofóbicos. Son buenas personas. Sé que tienen amigos gays. Que los adoran sin ningún hipo. Pero al mismo tiempo, por allá en su corazón, por como somos los paisas, sigue existiendo la burbuja de los que “no somos maricas”. La de las expectativas, la de que ser gay todavía es algo excepcional. Raro. Que, “ojalá no me toque a mí porque yo soy un macho.” Y es mucho más fácil ser un macho en Antioquía. Es muy difícil desprenderse de esa burbuja, y, mientras viví en Medellín, aparte de esos besos esporádicos y ese leve sentimiento de que hay veces no correspondía con el resto, mi actitud hacia mi sexualidad fue parecida al de la mayoría.


Cuando me mudé a Ámsterdam, a la ciudad de la libertad, donde se ven banderas LBGTQ+ en todas partes y donde, francamente, a todo el mundo le importa un culo lo que hagas, sentí algo de tranquilidad. Mi comportamiento no cambió. Me siguen gustando las mujeres, y en algunas ocasiones les robo besos a mis amigos o a algún tipo en una discoteca gay porque sí. Porque ¿por qué no? Pero ya no siento el miedo que sentía en Medellín. De que hay veces fuera un poco amanerado en ciertas cosas. De que fuera muy romántico. De que, como dicen por ahí, “se me salga la maricada”. Porque acá no importa. Lo que más me sorprendió, desde que logré impostar esta relación con mi sexualidad, es que fue un problema geográfico. Que la manera que decido expresar ese mundo hermoso de dejarse ir, de disfrutar otros cuerpos y de amar, cambió porque se recorrieron kilómetros. Y sé que cuando vuelva a Medellín no me atrevo a ser quien hay veces soy acá, aunque me lo trate de prometer. Porque no vale la pena. Un amigo me escribió un día que estaba rondando por la ciudad el chisme de que yo era gay. Que por eso me había venido a Ámsterdam y que había salido del closet poco después de terminar con mi exnovia. Por alguna razón, aunque me dio la rabia que da que inventen cosas de uno, sentí algo así como un triunfo. Logré ser yo sin miedo. Tanto así que la gente tuvo que reclasificarme. Y quizá así, irrumpí un poquito en las ideas de la sexualidad. Así sea solo para mí. Porque ser heterosexual no es solo lo que conocemos.

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