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Era sábado y las manillas de un viejo reloj en la sala rozaban las dos de la tarde. El sol caía sobre nosotros con un atrevimiento amoroso. El verde parecía solamente interrumpirse con el azul, y aunque lo música no sonaba muy duro era lo que más construía el ambiente. Mi mamá y Cata, su amiga de toda la vida, ponían las baladas nuevas de pop en español que reniegan con amor sobre el amor. Qué voy a hacer con mi amor de Alejandro Fernández sonaba tranquila. Teníamos entonces tres labradores que mudaban su pelo con un andar infinito por las mangas que rodeaban la casa. De vez en cuando se tiraban a reposar debajo de la mesa cubierta por una sombrilla azul mar que nos ayudaba a descansar del sol, pero nunca de su calor. Todo estábamos en la piscina o en sus asoleadoras. A veces lográbamos escuchar el siseo de las ollas en la cocina.

A pesar del calor, había un momento en el que el fresco se colaba a nuestras pieles en esa hora feliz entre el desayuno y el almuerzo que es donde más se vive. Lo vivíamos mucho y era el precio de bañarnos en la piscina. Era ese frío después de salirse. Una cosa tremenda que nos obligaba a todos los que estábamos bañándonos a reconsiderar cuándo era la hora de coger la toalla. Además, siempre estaba la temible amenaza de que, al mismo tiempo de dejar la piscina, soplara una brisa que intensificaría el frío terrible. Algunos de nosotros, los niños, –los más cobardes, diría yo– obligaban a sus papás a traer la toalla hasta la orilla para poder arroparse en sus telas calientes y escapar del porvenir helado. Otros, quizá cuando los papás estaban ocupados buscando la próxima botella de vino o encargando unos chorizos con limón a los mayordomos, se lanzaban en carrera a la canasta de toallas y se refugiaban en su abrazo con desespero. Pero, en los días donde el espíritu había amanecido con coraje, se podía optar por la alternativa más dolorosa, pero más rica de todas.

No involucraba la seda de la toalla. En cambio, delegaba el secado al sol y al piso amarillo que rodeaba la piscina. Primero, se salía de la piscina rezando que la brisa no llegara. Inmediatamente, se encontraba un punto seco en el piso amarillo y rocoso que rodeaba la piscina. Las piedras de ese suelo imperfecto lograban coger un calor idóneo para el secado en el eterno verano del suroeste antioqueño. Apenas uno ubicaba el punto de reposo, se debía disponer a tenderse con cuidado sobre el masaje incómodo para cuidarse de piedras especialmente chuzudas. Y ahí, cuando los brazos abandonaban su lagartija improvisada, se convertía uno en el jamón de un sánduche caluroso que lograba contrarrestar el temible frío del mundo de afuera de la piscina. Aunque, lo admito, la técnica era de una fragilidad espeluznante, y el frío siempre volvía con cualquier brisa.

A esa hora todos esperábamos el almuerzo. No existía una mejor noticia que la salida de los platos de su gabinete y su repartición alrededor de la gigante mesa de madera. La arepa de la mañana se había diluido en el sudor y las corralejas alrededor de la finca. A veces la quemábamos en partidos de bádminton o de volleyball y en alguna época alcanzamos a usarla para nutrir nuestros saltos en un viejo trampolín que compramos. Pero eso había sido hace rato. Ahora, el pequeño cuadrado de manga que lindaba con los bordes de la piscina y el parqueadero estaba ocupada por una alta malla para jugar a pasar lo que fuera que nos encontráramos de lado a lado. Balones, gallitos, piedras, limones o hasta mangos. Ese día el almuerzo era lentejas.

Mi mamá siempre había sido específica sobre cómo se ponía la mesa y la gama de colores que debían seguir los platos, las servilletas, los manteles y los individuales. Hoy decidió usar una colección cerámica ladrillada que tenía como pieza central una sopera que en sus bordes estaba adornada por tres rayas: una verde, otra azul y otra amarilla. Dentro de ella, estaba la sopa verde que todos ansiábamos y que emanaba un vapor diáfano en el día claro. Alrededor la decoraban plátanos maduros del color de oro fundido, chicharrones que sudaban grasa, una jarra de limonada helada que sudaba sus hielos y dos gaseosas Postobón altas y gordas.

Llegó el llamado que se mezcló con la música que siempre sonaba. “Chicos, está listo el almuerzo”. Éramos entonces dos familias inseparables. La mía y la de Cata. En verdad más la de mi mamá y la de Cata, que eran las encargadas de crear los fines de semana en las fincas. Eran ellas las que armaban los menús los jueves, para comprar toda la comida los viernes y obligar el encuentro justo después del mercado para llegar cabalmente después de que el sol cayera esas mismas tardes. Alejandro y mi papá, paisas de toda la vida, seguían los horarios de las matronas y salían de la oficina apurados con más pavor a ellas que a sus jefes. Ellas decidían las comidas, las horas del almuerzo, la música y la felicidad.

Entre las dos familias había muchas coincidencias. Eran de composiciones casi paralelas. Ambos esposos, mi papá y Alejandro, se llevaban cuatro años con sus esposas, mi mamá y Cata. Ambas familias tenían una hija mayor y un hijo menor y, en ambas la hija le llevaba cuatro años al hijo. Además, entre ambas hermanas mayores, también había cuatro años, la hija de Cata siendo la mayor de los pelados.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/juan-felipe-gaviria/

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