Se nos acaba el tiempo

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En los primeros cinco meses de este año, Colombia rompió el récord de violencia intrafamiliar. Desde que existe el registro creado por el Ministerio de Defensa, jamás se habían reportado tantos casos en tan poco tiempo. Con 63.528 casos, y me atrevería a afirmar que muchísimos más sin reportar, hay alrededor de 18 episodios de maltrato en los hogares colombianos cada hora.

En junio, cuando se anunció este aumento del 35% con respecto al 2023, nadie del gobierno se pronunció; ni el ICBF ni el Ministerio de Igualdad del que tanto alardeó el presidente. Es más, la fiscal general, Luz Adriana Camargo, dijo que “hay casos donde las formas de violencia son leves”, por lo que, “temporalmente”, suspendería la investigación penal en casos de bajo riesgo.

Aprovechando que la película de moda se trata justamente de ésto, ¿qué mejor momento para plantear esta conversación urgente? Porque, señora fiscal, no hay casos leves: todas las violencias son serias, y aquellas que suceden al interior de los hogares son, por obvias razones, íntimas, un ataque a la esencia misma de una persona.  

Romper el círculo, aunque producida en Hollywood y bastante reservada con respecto a la violencia que muestra en pantalla, ha servido como un abrebocas al infierno que viven muchísimas personas- en su mayoría mujeres-, aunque para otras ha desencadenado memorias de manipulaciones, agresiones verbales y físicas, dominio, y control; y miedo, por supuesto.

Esperaré el día en el que hablar de estos temas no dependa de lo que vemos en redes sociales. Me emociona pensar que, si empezamos ahora, para las generaciones del mañana será normal poner esto sobre la mesa del comedor, hablando sobre las dinámicas de poder que soportan la violencia, y las consecuencias tan nefastas que puede tener, tanto para las víctimas como para quienes tienen que presenciarlo.

Pero por ahora, me conformaré con escribirlo aquí.

¿Qué hubiera pasado si la persona que me dijo que era suya y de nadie más, si ese que me repitió una y otra vez que no podía tener amigos, hubiera tenido aún más espacio para influir sobre mi vida?

Me pregunto, una y otra vez, si tantos comentarios sobre mis relaciones del pasado, si tantas críticas por ser cercana a mi familia, tantas exigencias para que me alejara de mis amigas porque eran “mala influencia,” fueron normales.

Todas las parejas discuten, ¿cierto? Y todos tenemos inseguridades, ¿cierto? Simplemente, él las despertaba todas, erizando mi piel con cada una de sus palabras llenas de resentimiento, como si la única razón por la que estuviera hablando fuera para herirme. Pero decía que me amaba.

Me invadía un sentimiento de culpa constante por lo que había hecho, lo que había vivido, aunque antes me enorgullecía mi camino recorrido. Llegué inclusive a querer cambiar el pasado, a manipular las realidades, tanto suyas como mías.

No saldría con mi amigo, le decía. Saldría por un café con el novio de fulana porque me va a ayudar con un trabajo de la universidad, aunque la segunda parte fuera mentira. Más de un martes me quedé sin decirle que ese era el día especial en el que mi mejor amigo y yo cocinaríamos tortilla española, porque me quería ahorrar los silencios y los comentarios malintencionados. Por lo menos en el próximo mes.  

Se iba a matar si me iba de su lado. Se tiraría por el balcón, y se cortaría los brazos cada vez que no le contestara WhatsApp. Tú has sido muy fácil, ¿cómo se supone que pueda confiar en ti?, me decía.

Entonces vivía con el celular en la mano, me retraía de las conversaciones con mis amigas, paré de contarle a mis papás sobre mi vida. Porque no entenderían nada. 

El día en el que su puño chocó con fuerza contra mi mandíbula no fue ninguna sorpresa. Ya antes les había dado patadas a las paredes, pegado con sus puños a las barandas, inclusive se había cacheteado a sí mismo luego de que le conté una historia. Lo cogí con fuerza para que no se hiciera más daño, porque te amo solo a ti, le dije.

Él era feminista, creía en la libertad de expresión, le gustaba ver películas conmigo, me mostraba su mundo. Me decía que se sentía orgulloso de estar conmigo, pero a la semana siguiente me dejaba de hablar durante varios días porque no subí una foto a Instagram con él.

Yo soy feminista, esto se supone no me pasa a mí, pensaba. A cualquiera menos a mí. Yo soy una mujer profesional, con cientos de personas que la quieren, con un techo sobre su cabeza y los pies bien puestos en la tierra.

Al final, en mis manos quedan fracciones de quien una vez fui. Pasé muchos meses sin sonreír, entonces los músculos de mi cara se están volviendo a acostumbrar, y me miro al espejo, pero no me reconozco.

Los moretones desaparecieron hace mucho tiempo, mi mejor amiga me dijo que me había extrañado, aunque nos hubiéramos visto todos los días. Un fantasma es como me describe durante esos meses, muerta en vida, sin brillo. Quien antes no paraba de hablar ahora es una mujer de pocas palabras porque “maduró” y entendió su lugar en el mundo. Sí, claro.

No es mi historia. Más bien, esta columna es una construcción de retazos de las vivencias de mis amigas, y de algunas mujeres a quienes he entrevistado. También es el día a día de más de 60.000 personas.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/salome-beyer/

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