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Juan Felipe Gaviria

Se murió un amigo

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"De manera contraria a lo que me imaginaba iban a ser esos momentos, sus padres, entre lágrimas y palabras más tranquilas de lo que debieron ser, aceptaron y celebraron la vida de su hijo. Y su final."

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Un compañero de mi universidad, me atrevo a decir un amigo, se murió en enero de este 2022. Fue en Francia, en sus Alpes. Un día, en uno de esos impulsos habituales, tranquilos, decidió salir a caminar entre la nieve y la altura. Quizá a despejarse y disfrutar. El blanco, que atraganta la dirección en su uniformidad, lo hizo perderse. No se pudo comunicar pues un deseo inocente de soledad pacifica le impidió llevar lo necesario para hacer saber sobre su emergencia. Pocos días después fue encontrado muerto por equipos de rescate franceses. Una tragedia. Para este tipo de situaciones se inventaron esa palabra.

Hans era un muchacho peculiar. Único. Nació en Suiza y me hablaba emocionado en italiano. Había vivido la última mitad de su vida en Boston, entonces le fluía el inglés hasta por los codos y lo dominaba sin esforzarse. Como casi todo. Encontró una pequeña conexión en mí, lo que lo hizo, de manera arbitraria y casual, encariñarse conmigo. Era adicto a Shakira; para ser especifico, a la canción Hips Don’t Lie. Todos los años, de manera obstinada, dormía con la canción puesta para que en su Spotify Wrapped fuera la número uno de la lista. En mi condición de colombiano, simpatizó por esa diáfana línea entre su amor por Shakira y mi pasaporte.

Salí poco antes de escribir estas palabras, de un in memoriam que organizó su familia en mi universidad. Su papá, calvo y particular (como su hijo), con una falda que colgaba debajo de una chaqueta negra y tímida, ofreció un discurso recordando a su hijo difunto. Un discurso que, imagino, iba en contra de cada fibra de su cuerpo. Porque los papás no entierran a sus hijos. Así no es la vida. Nos contó historias de la juventud de Hans, y nosotros reímos y lloramos protestando algo para lo que nadie estaba hecho.

Nos ofrecieron el podio a nosotros cuando terminó de hablar su hermana, de 15 años. Ella había tenido que, sin saberlo antes, despedirse de su hermano por el resto de su vida. Por lo menos eso trató de hacer. Nosotros, estudiante por estudiante, contamos pequeñas historias que habíamos compartido con Hans. Los padres, tras su tapabocas negro, lloraron y rieron, como lo habíamos hecho nosotros poco antes, con el cariño que los momentos más humanos regalan. Nos dieron las gracias, desde lo más profundo que he visto unas palabras pronunciarse, por existir y haber sido parte de la vida de su hijo. De lo que fue. Después, con un entusiasmo fuera de lugar, nos invitaron a, como lo hacíamos con Hans, emborracharnos con las botellas de vino y las cajas de cerveza que había detrás de la mesa que habíamos tomado como podio.

Al terminar, con ese amor que despierta el dolor, se regalaron todos los abrazos del mundo. Cayó un aire de agradecimiento con la existencia. Cansado del tapabocas, su papá mostró su cara cuando se empezaron a formar los círculos que recogían pequeñas conversaciones. Él decidió unirse y conocernos. Tenía en su mano un vaso de vino rojo barato. Rotábamos los que le conversábamos. Encontraba valor en cada muchacho que se le acercaba. Les ofrecía su email y su casa en Boston. Con cada uno hablaba un idioma distinto, se acomodaba a nosotros y nos daba un calor que nadie nunca se ha merecido. Poseía una inteligencia versátil y casi camuflada. Magnética. De manera contraria a lo que me imaginaba iban a ser esos momentos, sus padres, entre lágrimas y palabras más tranquilas de lo que debieron ser, aceptaron y celebraron la vida de su hijo. Y su final.

Salí de allá a mi casa, con y sin ganas de llorar. Sabiendo que había vivido un día que había marcado mi vida. No sé bien que aprendí, entonces no sé bien que decirle, querido lector.

Creo que nos regalaron los recordatorios que conocemos y que despiertan los adioses. “Vaya escríbales a sus hermanos, a sus papás; abrace a las personas que ama.” “Regálese un momento feliz, uno de esos instantes apretados, quizá sudorosos y definitivamente olorosos, de contacto expresivo.” La vida es así, rápida y boba. No todo tiene sentido, ni pasa para impartir moralejas. Hay cosas que son una mierda y punto. La necesidad de sentido muchas veces nos distrae de vivir. Creo que la ida de Hans no le aporta nada bueno al mundo. Si mucho fue el robo de una vida por vivir, de la mitad del corazón de unos papás y de una compañía eterna para su hermana. Este adiós no me enseñó nada nuevo. Ni creo que siempre es bueno tomarlo así.

Hoy me regaló la necesidad de dar abrazos, de darlos apretados. Así sea por una noche. Y ya.

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