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Nuestra imperfección nos hace exactamente iguales como seres humanos porque es consecuencia de  nuestro carácter a medio hacer y de nuestras vidas en progreso. Para encontrar razones para que nos miremos como iguales, sólo con esta debería bastar: que tanto usted como yo somos seres haciendo lo mejor que podemos y que, sin ninguna duda, vamos a equivocarnos muchas veces en el camino.

La búsqueda de cada uno por ser y hacer lo mejor posible jamás debería ser enjuiciado, mucho menos cuando se sigue al corazón buscando su mejor versión. Mostrar las cicatrices y emprender caminos no dibujados no debería ser un acto de valentía, sino un derecho mínimo por estar sobre esta tierra.

A lo deshilachado, a lo roto, a lo arrugado, a lo decolorado, a lo roído y envejecido, a lo quebrado y desastillado, a lo agrietado y a lo seco, a todo lo imperfecto en mí, a mis dudas y mis miedos, a mis cambios de humor, a mis contradicciones, a mi terquedad, a lo que sigue en obra negra. A mis ganas de comerme el mundo y después temer, a mis buenas ideas de las que después dudo, a la mujer que no siempre se siente suficiente, a la que a veces se esconde para que no la vean, a la que no tiene formada siempre una opinión, a la que necesita una mano, a la que se rinde, a la que muta.

A todo eso, a la imperfección: ¡gracias por hacernos iguales!

Gracias a lo imperfecto por darnos suelo, por expandir nuestra creatividad, por dejarnos aprender, por dejar siempre abierta la puerta a todos los nuevos “yo”. Gracias por agacharnos la cabeza, por descosquillarnos el ego, por recordarnos nuestros límites y confirmarnos la  incertidumbre inmensa  de lo que no controlamos.

Si algo nos permite mirarnos a los ojos con compasión, es la cantidad de veces que vamos a cagarla en nuestra vida (¡todos!).  Por eso los profetas modernos, los que evangelizan sobre lo correcto, nos alejan de la humanidad y nos hacen temerle a la vida porque sabemos que no llegaremos a sus estándares de perfección. Mejor hablar del intento, de la prueba y el error, de las buenas intenciones que no siempre terminan en buenas conclusiones. Hablar de la nobleza del corazón que emprende, que se esfuerza, pero que no siempre llega.

En una época llena de exigencias hemos perdido el derecho al error.

Solo fracasan los que intentan, solo se rompe lo que se usa, solo se desgasta lo que roza con el suelo, solo se quiebra lo que se construye. Así que, si una obra quiere permanecer perfecta, si un ser humano quiere ser ideal, bien podría – tal vez-  guardarse en una urna de cristal y no ser tocado jamás, y cuidarse de que no le entrara mucha luz para evitar mancharse, lo que implicará entonces no saber qué es el sol, no conocerá el asfalto, no se ensuciará, se perderá de la aventura de la calle y del juego de la vida.

Los adalides de lo que está bien y lo que está mal deben cuidarse demasiado y ser ejemplo siempre, callar demasiado, dejar de bailar, hablar moderadamente, reír ocultando con las manos su rostro para disimular las pasiones, resguardarse en sus urnas de cristal y perderse la mitad de la vida.

Prefiero la vida que raspa las rodillas, que hace perder la voz, que dibuja manchas en la piel. La que nos hace humanos, la que nos fue dada para vivir con todos los sentidos. Porque no sé si vinimos a comprender algo en esta existencia, de lo que sí estoy segura es que vinimos a experimentarla con la piel y para eso hay que equivocarse y romperse muchas veces.

Prefiero la gente que es gente, la que no tiene miedo a morir y decide vivir imperfectamente.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/juana-botero/

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