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En Colombia usamos trasteo como sinónimo de mudanza. Trasteo no aparece en las primeras acepciones del diccionario, pero sí se lee en los postes de los barrios y en los camioncitos destartalados que circulan por la ciudad. Alguien dijo que, si uno quisiera invocar un mal para otra persona, debería desearle un trasteo. Las opiniones están divididas entre aquellos que consideran que la peor parte es empacar y los otros para quienes el padecimiento está en desempacar.
Sin embargo, más allá de la logística, un trasteo es una experiencia de reflexión, por lo menos, sobre tres tipos distintos de relaciones: la relación de los seres humanos con las cosas; el final y el comienzo de la relación con cada espacio privado; y la relación con el nuevo espacio público.
La relación de los seres humanos con las cosas. Este vínculo ha sido explicado profundamente por distintas disciplinas. Los análisis van desde los diseños hasta los usos y las transformaciones. Las cosas son referencia de estatus y de gusto. Y, en medio de todo eso, hay una dimensión que me maravilla: las cosas cuentas historias. Hay en ellas la potencia de susurrarle al observador atento la información más detallada del poseedor. Adornamos con cosas, en mayor o menor medida, los lugares que habitamos y con eso enviamos mensajes completos. Los imanes en la nevera son bitácoras de viajes. La matrioska que decora la mesita cuenta que una vez un amigo fue a Rusia y allá, en el otro lado del mundo, recordó a la amiga de Medellín. El plato que una amiga trajo en su primera visita no es para servir el postre, sino que es signo de ella: la evoca. Cada cosa fue pensada por alguien, diseñada por otro, fabricada por manos o máquinas desconocidas; usada por otro ser anónimo quien, incluso, puede darle usos distintos a los planteados cuando aquella cosa era una idea, no materia concreta. Las cosas se heredan y en esa nueva propiedad habita el testimonio de vidas pasadas. Las cosas, en fin, tienen vocación de memoria, y esta es, a su vez, fundamento de la narración.
El final y el comienzo de la relación con cada espacio privado. Un trasteo es, casi, una experiencia de fe. Suena exagerado, por supuesto; pero, salir del espacio con las cosas en cajas, y cruzar el marco de la puerta sabiendo que ya no hay regreso, es comprender que esas paredes no eran solo una casa. Fueron hogar. Refugio. Las razones para irse son múltiples y diversas; pero, aún con la certeza de que ese tránsito es la acción más adecuada para el momento vital, despegarse de ese espacio es un duelo. Después, el nuevo espacio implicará retos cotidianos: ya la sal no está aquí sino allá, estas paredes aún están frías; y aquí la esperanza sí que alimenta la novel realidad. Uno confía en que lo que sigue será bien aprendido; la fe se instala porque el hogar llega con uno.
La relación con el nuevo espacio público. Reconocer el nuevo vecindario, acostumbrarse a los sonidos cotidianos, ubicar la tienda; buscar en todas las cuadras dónde están los contenedores de basura para desechar “las bolsitas del perro”; darse cuenta de que en cinco manzanas hay un contenedor. Descubrir la ferretería y comprar de una extensión. Calcular la velocidad con que los carros cruzan la calle para decidir si es mejor cambiar la ruta para que el perrito no se estrese más con el cambio. Saludar al vigilante, primero con “buenos días”; tres mañanas después, con el nombre propio y el comentario rompehielos: “este clima está muy raro, don Luis”. Conversar con Simón, el vecino, sin conversar, porque aún los gatos no responden con palabras. Saberse afortunada y tratar de hacer de este nuevo hogar un universo.
Trastearse es, además, recoger las sorpresas de la novedad, pero no dejar que se dispersen; sino, sujetarlas con el ancla del pasado. Es ubicar de nuevo la matrioska, ahora en otra esquina, y oírla narrar que en algún lugar de la ciudad está mi amigo. Recordarlo y sonreír.
Esta columna es mi ritual de despedida del 504, donde conocí la luz del atardecer.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/maria-antonia-rincon/