¿Retorna el secuestro?

Entre enero y abril de este año se registraron 131 secuestros: la cifra más alta en los últimos quince años en Colombia. Aunque estas cifras parecen haber pasado desapercibidas en medio de otras urgencias del país, deben interpretarse como una alerta temprana sobre dinámicas de violencia que creíamos parcialmente superadas. Este delito no solo vulnera derechos humanos fundamentales, sino que socava directamente la legitimidad del Estado.

El secuestro con fines extorsivos no ha regresado simplemente como un crimen económico, ni parece ser un fenómeno aislado. Grupos armados como el ELN y las disidencias de las FARC han adoptado esta práctica nuevamente como herramienta estratégica de control territorial. Al hacerlo, ejercen poder, envían mensajes contundentes a las comunidades y al Estado, y reinstauran una lógica de miedo que paraliza la denuncia y favorece el dominio territorial. El secuestro, visto así, es una práctica que permite a estos actores imponer reglas de convivencia paralelas, demostrando crudamente la fragilidad institucional en ciertas zonas del país.

¿Por qué reaparece esta modalidad criminal justo ahora? Las causas son múltiples, pero convergen en la fragmentación y proliferación de grupos ilegales, la presencia débil y dispersa del Estado, y una ausencia casi total de políticas sostenidas en el tiempo para garantizar seguridad territorial efectiva. En regiones tradicionalmente olvidadas, el vacío de autoridad estatal ofrece condiciones ideales para que estos grupos impongan sus reglas donde la descoordinación entre las entidades públicas es evidente.

Las implicaciones del retorno del secuestro son profundas. Va más allá del impacto individual y familiar de cada caso. Este delito mina la confianza ciudadana en las instituciones, genera desplazamientos forzados y afecta profundamente las economías locales. Sobre todo, deteriora el tejido social y profundiza la percepción de vulnerabilidad en comunidades ya golpeadas por décadas de violencia. El secuestro, además de ser un drama humano, se convierte en un obstáculo para cualquier intento serio de construcción de paz.

Frente a esta situación, las respuestas del Estado no pueden seguir limitándose a operativos reactivos ni a la voluntad de los ilegales expresada en mesas de diálogo de paz desconectadas de la realidad territorial. Un paso ineludible será adaptar la estructura institucional existente a las nuevas dinámicas del secuestro, que hoy incluye modalidades más ágiles como el secuestro “exprés”, cuyo uso parece estar en aumento en varias zonas del suroeste del país. Esto exige no solo capacidad operativa, sino inteligencia criminal, coordinación interinstitucional y una lectura territorial precisa de la evolución del delito.

La reaparición del secuestro como herramienta de control armado expone una tensión estructural en la política de paz total: se apuesta por la negociación con grupos armados sin que exista, al mismo tiempo, una estrategia sólida de presencia estatal en los territorios que esos grupos disputan o controlan. Mientras no haya una política clara de recuperación territorial –no solo en clave militar, sino también institucional, social y económica–, seguirá creciendo la capacidad de estos grupos para influir sobre la vida cotidiana de las comunidades. En ese contexto, la paz corre el riesgo de convertirse en una promesa vacía para comunidades que siguen viviendo bajo amenaza. El uso del secuestro como forma de control territorial es, en sí mismo, otro llamado urgente a revisar los fundamentos de la política de seguridad nacional. Es momento de preguntarnos en qué está fallando el enfoque actual. Si el Estado continúa reaccionando de forma fragmentada y superficial, volveremos a caer en ciclos de violencia ya conocidos. Es necesario reconstruir la noción de la seguridad como una prioridad estratégica y una responsabilidad política impostergable.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/cesar-herrera-de-la-hoz/

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