“Vinieron por los comunistas, y no dije nada, pues no era comunista. Después vinieron por los socialistas, y no dije nada, pues no era socialista. Después vinieron por los judíos, y no dije nada, pues no era judío. Cuando vinieron por mí, no quedaba nadie para decir algo”.
Palabras de Martin Niemöller, destacadas en el Museo Yad Vashem
En el precioso Museo de la Historia del Holocausto Yad Vashem en Jerusalén, ese espacio colmado de dolor que debería ser cimiento para la no repetición del horror, una mujer vestida de militar guiaba a un grupo de jóvenes soldados armados hasta los dientes, adoctrinándolos con unos gritos que no nos permitían a los demás visitantes pensar o mirar nada más —ni sentir en silencio—, ni a aquellos muchachos interpretar por sí mismos la historia relatada en ese santuario en el Monte Herzl. Era, sin duda, una educación para el odio, para la venganza. Es decir, para la repetición del horror.
Me obsesiona el tema del Holocausto por su atrocidad. Lo analicé incluso en la tesis de mi maestría con la obra de Primo Levi, buscando entender mejor el nivel de monstruosidad que alcanzó el hombre, aprender sobre la guerra —sobre el perdón— y escribir. Me gusta ahondar en ese dolor para mantenerlo fresco y reconocer más fácilmente los que parecen seguirle las huellas.
Sin adentrarme en el sometimiento de Israel al pueblo palestino, partiendo de la cercanía histórica de los judíos al sufrimiento y a la barbarie, es para mí inconcebible que el odio esté tan estructuralmente presente en la educación israelí, en esa insólita obligatoriedad del servicio militar (vigente en más de sesenta naciones): la absoluta negación de la libertad al forzar a un ser humano dueño de una sola vida que puede estar esencialmente inclinada hacia la paz, a convertirse en una herramienta muda y automática del terror. Y eso lo cambia todo.
Tantas veces la violencia surge de la imposición, de la tergiversación de la esencia de una persona, desfigurando a una familia, después a la sociedad y así a la humanidad: se crean emociones y hábitos peligrosos de los que es difícil regresar.
Cuenta la escritora Alma Guillermoprieto una anécdota sobre Daniel Ortega, dictador de Nicaragua, que tras muchos años preso no sabía qué hacer con la libertad, se sentía más cómodo en el encierro y la precariedad de la clandestinidad, así que mandó a hacer cuartos pequeños dentro de las habitaciones de sus residencias, simulando las antiguas celdas y pasando la mayor parte del tiempo allí.
Poco a poco, las costumbres transforman a las personas. Si se cultiva el odio, se convierte en el cimiento de la historia. Pensemos también en el entrenamiento de Estados Unidos a los muyahidines en Afganistán como ‘combatientes de la libertad’ para luchar contra la invasión soviética, y cómo se ha devuelto y multiplicado el efecto nefasto de esa educación en las armas. Una vez alguien aprende la violencia, la puede usar con cualquier fin: el maestro no es dueño eterno de su guerrero.
¿Se hubieran evitado guerras si no hubieran sido obligatorias? ¿Habría menos generaciones hijas del exterminio? ¿Menos mutilaciones y enfermedades y huérfanos y viudas y familias desmembradas que en vez del amor han vivido en la incertidumbre y el dolor?
Sin duda, no sería tan transversal a la historia humana. No habría tantas ‘tumbas del soldado desconocido’ regadas por el mundo, esa denominación escalofriante que me llena de vacío al reconocerla en cada viaje: monumentos al absurdo de la guerra, a la normalización de asesinar al otro sin saber quién es, a esas vidas anónimas ahogadas en sangre sin entender razones, en nombre de intereses de los poderosos de turno, que ordenan casi siempre desde oficinas y hogares suntuosos en los que no entran botas empantanadas.
La guerra ajena son palabras, números e imágenes borrosas. Si se educa para la venganza, se reproducirán una y otra vez sociedades carcomidas por la niebla. Algo se muere para siempre dentro de un ser humano obligado a la violencia. Que un estado fuerce a sus jóvenes a tomar las armas en el momento en que sueñan con ser su mejor versión no es sino un signo de inhumanidad, egoísmo y subdesarrollo, de su propia incapacidad de liderar sin matar.
Dice la viuda del gran Saramago que esto fue lo que él quiso dejar expresado antes de morir: “…haber dicho a sus contemporáneos que no es indiferente a nuestra participación en que el clima se deteriore, en que vivamos certificando que hay guerras, en que cada vez que decimos ‘esto no va conmigo’ estamos dejando que los gánsteres avancen, se carguen la selva y organicen guerras para experimentar sus armas.”
No solo no podemos como humanidad acribillar la libertad, ni dedicarnos a profundizar la vertiente monstruosa que hay en el hombre, sino que tenemos la obligación moral de educar para la paz y contra la indiferencia para no repetir el horror.