Vivimos una época de redes sociales en donde el distinto se volvió enemigo, en especial por lo etéreo de su figura, por lo impersonal del intercambio entre diferentes y por la esencia misma de la inmediatez en las herramientas de comunicaciones, que acortan la distancia del mensaje, pero mantienen alejado al receptor.
Al enemigo se le desea la destrucción, en su extremo incluso la física (con la que jamás estaré de acuerdo) pero pensar en alguien o algo como enemigo siempre lleva a la consideración de la futilidad o poco aporte de su existencia y lo que representa en cuanto a ideas y hechos. En política, particularmente, la graduación del distinto como enemigo anula la posibilidad del intercambio democrático, de la sana contradicción de ideas, proyectos y visiones; por eso la construcción del enemigo político es en últimas un rezago de lo bélico, de la guerra y sus formas.
Esta es una tendencia que el populismo ha profundizado, si se quiere radicalizado, y contra la que se debe poner un dique racional imprescindible: ni el más enconado de mis contradictores puede ser tratado como enemigo por el simple hecho de no comulgar con mi visión de las cosas o mis maneras de hacer.
El contradictor, el opositor, el que es y piensa distinto visto desde un plano horizontal merece las mismas condiciones de trato que espero para los que piensan y existen como yo y esta máxima de humanidad es algo que debemos privilegiar aún más en la contienda democrática. Etiquetas infundadas y no confirmadas son también una forma de demeritar y graduar de enemigo a alguien, piensen en la ligereza para calificar de corrupto y delincuente por parte de quien no tiene más que su palabra como prueba, práctica que igualmente debemos reprochar.
Por eso creo que bajar el tono de la discusión, humanizar la denominación del enemigo por miradas más adecuadas como contradictor o competidor, nos ayuda a no entrar en debates políticos fratricidas que socavan los cimientos mismos de las democracias, por frágiles que sean. La discusión política, que siempre es necesaria, debe basarse en la derrota de ideas, en la superposición de argumentos y en la imperiosa necesidad de tener y tramitar conflictos de formas no violentas, ahí radica la construcción colectiva, en entenderse en las formas adecuadas de disentir y controvertir, aunque sea eso en lo único en que nos pongamos de acuerdo.