“Sabíamos también que, desde hacía años, allí no había ningún país, sólo la guerra.”
Despachos de guerra. Michael Herr.
Un refugiado es, según el diccionario, una ‘persona que por causa de una guerra, catástrofe o persecución, busca refugio fuera de su país’. Y refugio es ‘asilo, amparo’. Y asilo es ‘establecimiento benéfico en que se da hospedaje o asistencia a ancianos o personas necesitadas’ o ‘lugar que sirve de refugio para los perseguidos’. Y amparo es ‘protección, resguardo, defensa’. Así que un ser humano se convierte de repente en un perseguido, un necesitado, alguien que debe defenderse para vivir y se ve obligado precisamente a alejarse de su vida para intentarlo.
Volvemos a las fronteras creadas por los hombres: a un lado eres persona —pero puedes explotar en pedazos junto a tu familia, aplastado por tu casa— y al otro, al cruzar esa línea invisible tan poderosa y determinante en la que los papeles son la existencia, ya no eres nadie.
A veces hay que detenerse en la profundidad de las palabras para no usarlas tan ligeramente, para no pasarles por encima como si fueran letras, sino permitir que duelan, porque en realidad son la forma como hemos nombrado lo que nos pasa y, si estamos vivos, lo que nos pasa debe dolernos.
Una bolsa plástica adquiere otro sentido cuando hay que empacar la vida entera en ella. Parece inconcebible, pero es lo que hace quien ve estallar su lugar en el mundo, el único en el que era ‘ciudadano’: elegir lo imposible y aferrarse a esa bolsa para emprender los caminos más peligrosos, cruzar fronteras para convertirse en ‘sin papeles’ y que ya los demás no entiendan ni su nombre, olvidarse de sus derechos, suplicar, buscar rincones hacinados y fríos para pasar los días mirando de frente los abusos, sin medicinas ni baños suficientes, sin conocer ni un hilo del futuro, en espera de volver a ser humano en el papel y sin que nadie comprenda el lazo indestructible con los seres y los lugares abandonados —la mezcla entre el amor y el horror—, ese dolor e incertidumbre indecibles: ‘¿habrá desaparecido mi casa?, ¿cómo estará mi madre?, volveré…’.
Según la Agencia de la ONU para los Refugiados, ACNUR, a mediados de 2021 había 82,4 millones de desplazados y 1 de cada 95 personas en el mundo se vio obligada a huir de su casa como resultado de los conflictos y la persecución. “Más de las dos terceras partes de todos los refugiados y desplazados en el extranjero provienen de solo cinco países: Siria (6,7 millones), Venezuela (4 millones), Afganistán (2,6 millones), Sudán del Sur (2,2 millones) y Myanmar (1,1 millones).”
Habrá que actualizar cifras con quienes han huido de Afganistán y con la desgarradora situación en Ucrania, en donde en tres semanas de ataque ruso ya han salido del país más de 3 millones de personas (se estima que se superarán los 4 previstos, además de los 6,7 millones de desplazados internos), lo cual constituye la crisis migratoria más grave de Europa desde la Segunda Guerra Mundial.
Hoy nos impacta ver en directo las filas de familias huyendo de Ucrania, sobre todo mujeres, niños y mayores, cargando maletines, bolsas y mascotas, pero van 11 años de huida en Siria y al visitar distintos países, especialmente en Europa, es cada vez más común encontrarse con sirios atendiendo pequeños negocios de comida o manejando taxis, intentando construir una vida desde cero en lugares con paisajes, climas, culturas e idiomas ajenos, en donde la lucha contra el estatus que dan los papeles y el color de piel es interminable.
He visto imágenes desgarradoras como el video de una niñita temblando de frío en un campo de refugiados al norte de Siria, o el del fotógrafo Afshin Ismaeli en el que el ruido del viento y el blanco de la nieve envuelven una fila cuyos extremos se borran en el hielo: miles de refugiados afganos desafiándolo todo caminando desde Irán hacia Turquía con el objetivo de llegar a Europa y sin ninguna garantía, solo la lucha cuando no hay nada más que perder sino la vida.
Intentar imaginar lo que alguien siente al abandonar las ruinas de lo que fue hasta ese instante, a ciegas frente al futuro —que es esa misma noche borrosa en la que no sabe dónde dormirá— es imposible. Leer sobre ello, ver imágenes, rompe la esperanza. Pero hay una luz en la persistencia de la gente no solo en sobrevivir, sino en buscar la belleza aun en medio del dolor y el caos más profundos, como el concierto de la Orquesta Sinfónica en el centro de Kiev en plena guerra, la violinista ucraniana tocando en un refugio bajo las bombas, la mujer que tocaba su piano por última vez despidiéndose de su casa, el pianista alemán recibiendo a los refugiados en la frontera con Polonia.
Nos contaba la escritora Velia Vidal en el podcast Universo No Apto que ella, que creció en ese Chocó violento y abandonado por Colombia, descubrió ya adulta la belleza de los atardeceres de su región, pues cuando era niña no tuvo ocasión de contemplarlos. Decía que a veces son tantos los problemas, que la belleza simplemente no se ve, y nos recordaba que no solo hay que llenar el plato, sino también el alma.
Esta semana un hombre que trabaja en construcción en Medellín avisó que no podría ir ese día. “Es que yo soy desplazado… Y me llamaron a una reunión en la unidad de víctimas.” Tantas veces miramos unos ojos y en realidad no sabemos nada. Hemos construido un universo de víctimas, de perseguidos, de vidas levantadas sobre el miedo y la incertidumbre en las que la belleza se ha hecho invisible.
Luchar porque sea inconcebible que haya siquiera una persona que no tenga dónde dormir, ojalá soñar.