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Un recuerdo es algo vivo. Es pasado, pero existe en la memoria de quien lo evoca en forma de palabras, de gestos, de sensaciones que perduran en el cuerpo y renacen cuando, al cerrar los ojos, las imágenes de los acontecimientos cobran vida en nuestra mente. Ese lugar impenetrable para los demás, incluso a veces para nosotros mismos. Ese sitio extraño que se parece a la corriente de un río caudaloso y ancho que también tememos navegar para no encontrarnos con aquello que creemos olvidado. Nuestra memoria también puede ser un lugar inhóspito y desconocido en el que nos perdemos.
Hace nueve años realicé mi práctica profesional para aspirar a mi título de Comunicadora Social – Periodista. Fue en una asociación de emprendedores considerados los empresarios del futuro. Mis funciones eran simples, operativas, mecánicas. De periodismo nada. En ese entonces, no me importaba mucho lo que me tocara hacer, si me pagaban o no, quiénes eran mis jefes o qué sería de mi vida profesional después. Solo necesitaba concluir ese trámite de seis meses para graduarme. Terminé y me fui feliz y agradecida, me despedí de las personas con quienes había compartido y celebré que pronto obtendría mi diploma.
No había vuelto a pensar en ese momento de mi vida que pasó lento, porque padecí durante 24 semanas lo que significaba cumplir un horario y seguir las instrucciones de un jefe. Era una empresa tradicional con jerarquías establecidas y cumplidas a cabalidad por todos sus colaboradores sin chistar. Seis meses que se me hicieron eternos en los que jugué a trabajar, pues una practicante no significa nada para una organización de esa envergadura, más aún de una carrera tan insustancial como la mía, pero ese es otro tema. Y no nos digamos mentiras, un practicante no trabaja, va a aprender, a practicar, a intentar ser lo que algún día será, a descubrirse y a probarse en el ámbito laboral para que el estreno oficial no sea tan traumático.
En esa organización conocí a Germán, una persona que no tenía nada qué ver con mis funciones, pero con quién tuve una conexión especial desde el primer día. Él era de los primeros en llegar a la oficina, lo veía hablando con la gente, atendiendo las solicitudes que lo requerían. Conversamos muchas veces. Me hablaba siempre de sus hijos, de su señora que era costurera, tejía y bordaba, incluso una vez se ofreció para que ella me arreglara un suéter que tenía un tejido de canutillos que a mí me encantaba y se me había roto. Tomábamos tinto afuera de los puestos de trabajo y, a veces, compartíamos algún dulce. Hablo de él en pasado para referirme a ese momento, pero Germán sigue vivo y eso es lo que me convocó hoy a escribir.
Hace unos días recibí un mensaje de texto de él con una imagen que decía: “Tu impacto en otras personas es mayor de lo que crees. Alguien todavía se ríe de eso gracioso que dijiste, te admira en silencio, y los consejos que has dado han marcado un corazón. Tu existencia hace la diferencia y alegra la vida de una persona en el mundo, lo veas o no”, a lo que él le agregó: “Recuerdo tu amabilidad”. Mis ojos se llenaron de lágrimas por ese mensaje inesperado. Recordé mi cariño por Germán que continuaba intacto después de tantos años. Pensé en su cara que siempre reflejaba calma, en su manera alegre de contar historias, en su amor por su familia, en la emoción con la que, meses antes, me había compartido que se jubilaba y que yo era una de esas personas a las que él recordaba mucho en todos los años en los que trabajó en esa empresa.
A Germán le debo mucho y no lo sabía. Esa noche volví a una etapa de mi vida que creía inútil o poco relevante, y descubrí que hay un poder invaluable en aquello que hacemos sin esperar nada a cambio, una riqueza que no se puede calcular en la sencillez de un “buenos días” o un “¿cómo estás?”. Ser amable no es una transacción ni un signo de buenos modales. Es algo que parece tan insignificante en el afán del diario vivir, pero tan grande que puede generar bienestar en una persona a lo largo de muchos años. Porque cuando uno recuerda a alguien con cariño y gratitud también le está devolviendo esa amabilidad desinteresada.
Es que nos pasamos la existencia creyendo que no logramos nada, que estamos rotos, que estamos vacíos, que no somos lo suficientemente ricos o bellos, o famosos o exitosos, que nadie nos conoce y seremos olvidados.
Yo he sentido esa oscuridad muchas veces envolviéndome y haciéndome comportar erráticamente sin pensar mucho qué hacer ni cómo tratar a los demás, o tal vez sí, pero asumiendo que nadie recordará nada de lo que haga. He vivido creyendo que uno solamente es famoso o importante si se gana un Premio Nobel, un Oscar, o un Grammy. Y viene bien recordarse —o que te lo recuerde alguien— que la fama no es que hablen de ti en todos los medios o que te tomen fotos desprevenida en un restaurante, o que te pidan un autógrafo. La fama también es vivir en un corazón ajeno y que tus acciones sean recordadas en silencio con una sonrisa inadvertida. El reconocimiento no solo lo dan los titulares de una revista. Está en el simple acto de mirar al otro a la cara y decirle yo te veo, yo te recuerdo.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/amalia-uribe/