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“Cuando grité una injusticia, la fuerza me hizo callar”
No. No soy petrista, no he militando en la izquierda, no he tenido relaciones con grupos guerrilleros, no tengo amigos guerrilleros, no he tocado un arma de fuego en mi vida, no he participado en ninguna marcha y no, no soy guerrillero.
La aclaración sería innecesaria sino fuera porque, solo por ser antiuribista, me han perseguido en algunos trabajos, me han cerrado posibilidades en otros, me han echado de varias universidades, y lo más grave, es que me han amenazado de muerte por el mismo motivo. Hoy, cuando escribía esta columna, tuve otra más.
Ni quiero posar de mártir ni tengo delirio de persecución. Denuncio esto porque, en un país ardiendo en la polarización, se han acentuado los riesgos vitales, la estigmatización y las exclusiones. Y sí, tengo miedo.
Lo triste y doloroso de todo, es que muchos de los señalamientos anteriores provienen de mis familiares y “amigos”, que, conociendo mi talante y mi carácter, saben que si cualquiera de esas cosas fuera verdad, la asumiría. Aun así, algunos de ellos le advierten a otros familiares y amigos que soy un tipo peligroso porque soy de izquierda: porque soy antiuribista –y ahora antifiquista–. Estoy seguro de que no sabrían responder diferente a la pregunta qué es ser de izquierda. También tengo unos cuantos amigos petristas que me hostigan porque yo no lo soy, por tibio o por godo para ellos, pero nunca me han dicho paraco.
Mamado de las estigmatizaciones, profeso entonces mis credos. Mi única militancia ha sido en la religión católica, con respeto por los demás credos, incluyendo al a-teísmo militante y a los serenos agnósticos. Por mis convicciones cristianas y mi sensibilidad, privilegio el bien común sobre el particular, sin cercenar libertades legítimas. Me gustan las revoluciones, pero las culturales, no como la de Mao, sino como las que intentó Mockus, el político colombiano que más he admirado.
Respeto todas las posiciones políticas, aún las extremas, pero trato de ver y mostrar todos los matices, por lo cual no soy fácil de codificar para los que solo ven en blanco y negro. Considero que en Colombia la polarización está peor que la corrupción, a la que le sirve de cortina de humo, y por eso me identifico con el centro político, al que le he hecho, por fuera de partidos y movimientos, campaña en las elecciones de este año, como se evidencia en anteriores columnas.
No me gusta el comunismo. Defiendo la libertad de empresa y todas las formas de asociación (gremial, sindical, etc.) como un derecho fundamental que es. Apoyo el capitalismo industrial, pero no en el financiero, especulativo o de carteles, porque son la antítesis del mercado, una especie de anti-mercado, propio de lo que algunos llaman neoliberalismo, que no es más que una hábil etiqueta para denominar un exacerbado neoconservadurismo. Me parece que las diferencias económicas son respetables mientras no atenten contra el orden social, como sucede en Colombia, que tiene unos índices de pobreza y desigualdad tan violentos, que son la principal amenaza contra la seguridad interna, sea urbana o rural.
Ah, y nunca he votado por Petro, ni para congresista ni para presidente. Me genera desconfianza y pereza verlo, al igual que Daniel Quintero. Pero no son los únicos: algunos de sus detractores, me producen algo similar. Si llegara a votar por él, será en contra de…, no a favor de Petro.
Sí. Sí soy antiuribista racional y radical, pero no antiuribistas. La mayoría de mis familiares y amigos son lo contrario: uribistas unos y furibistas otros. Sin embargo, y pese a que varios de ellos comulgan con el paramilitarismo –que es diferente a las autodefensas– a ninguno le he dicho paraco, mientras que varios de ellos me han tildado de guerrillero, en espacios privados y públicos, en mi presencia o ausencia, en serio o “charlandito”. A uno de ellos, querido y entrañable como pocos, los hijos le salieron petristas y luego le pregunté que si entonces ellos también eran guerrilleros como yo. Sonrío con estupor.
No puedo seguir a alguien que ha estigmatizado, satanizado y criminalizado a todo el que se oponga a sus ideas, por más irrelevantes que sean, aunque luego, si son famosos, les monte un oneroso esquema de seguridad para posar de demócrata. Uribe ha sido el principal líder y promotor de la polarización del país en este siglo. Limitó al máximo hablar de lo público y ni qué decir en privado. Hubo familias que se acabaron y hasta se mataron por controversias sobre este personaje. Antes de él, se podía hablar de Belisario, Barco, Gaviria, Pastrana y Samper a pulmón abierto, sin retaliaciones ni peligro de muerte.
Cómo no ser anti de quién, siendo comandante en jefe de nuestras fuerzas armadas, le responde a las madres de los “falsos positivos” que sus hijos “no estarían recogiendo café”. O que le dijo a los parapolíticos que antes de irse a la cárcel le votaron sus (espurios) proyectos. O que rompió el equilibrio institucional y de poderes, cambiando, con mucha mermelada de por medio, “un artículo” para reelegirse. O que criminaliza a los que han militado en la izquierda, cuando tiene de escuderos a varios de ellos, algunos exguerrilleros incluso.
Cada cual puede tener sus propias opiniones, pero no sus propios hechos. Y la lista de hechos para ser antiuribista sería interminable. Aun así, respeto al que lo sea. No me salgan, eso sí, con el mismo maniqueísmo barato de siempre: que atacar a Uribe es preferir a la guerrilla o a Maduro. No, sobre estos infames y sus atrocidades estamos de acuerdo en casi todo. Poco o nada que discutir.
Colofón. Es lamentable que en Colombia uno tenga que hacer este tipo de aclaraciones y más ante sus familiares, “amigos” y personas que lo conocen. Nada de lo dicho me hace peligroso ni guerrillero, pero sí me puede poner en peligro. Si se sintió aludido y es de los que me estigmatiza como tal, me está volviendo blanco de la intolerancia. Así que, por favor, ¡quíteme la lápida de encima!