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Quería hacer una columna seria. Para mí han sido seis meses sin escribir nada, con poca lectura, mirando demasiados números fugaces en una ciudad metropolitana con millones de miradas lejanas. Meses lejos de novelas, de romanticismo y de sinceridad humana. Cuando llegué a la página otra vez, me sentía como un extraño.
En mi cabeza flotaban temas para escoger. Podía, por ejemplo, hablar sobre mi repudio por los libertarios y sus miles de contradicciones o mi opinión no muy novedosa sobre Trump. También podía mencionar una nueva clase de agente político que he notado y que se han ganado mi rabia: los godos enclosetados que se esconden detrás del telón libertario mientras posan como humanistas. Podía, también, hablar de Petro y el daño que le ha hecho al país. Podía hablar de cosas adultas y serias como la economía y la política. E intenté hacerlo.
Escribí esas columnas serias, hablando sobre temas mundiales, importantes. Incidí, en ellas, sobre lo que pienso cuando veo al mundo (a través de Twitter). Las opiniones eran sinceras, pero pomposas. Quería que me leyeran. Pensaba si tendría más seguidores en Twitter si la publicaba. Pensaba en las personas a quienes les daría rabia leerla. Escribía, lo admito, con algo de odio y ambición. Sabía que eran armas poderosas para ganar en la batalla de la atención. Me sentí, después de un rato, traicionado. Mentiroso.
Me daba cuenta de que el algoritmo de Twitter me había convertido en un soldado silencioso que cargaba el rencor de la guerra, pero que no había disparado ni una sola bala. Ver la victoria de Trump, las miles de opiniones exaltando a Milei, los cientos de tweets salpicando odio sobre la comunidad LGBTQ, las docenas de gráficas ignorando el sufrimiento humano. Esta columna era mi primera batalla. Esperaba encontrar en la página los enemigos a quienes dispararles con mis tecleados. Esperaba por fin atrincherarme junto a quienes considero liberales de corazón y humanistas de verdad para hacerle frente a este movimiento odioso que parece haberse tomado el mundo.
Me había (o me he) polarizado. Había rechazado la discusión. No había llegado a escribir una exposición de mis ideas, sino a arremeter contra las de otros. Había bifurcado el mundo en dos campos y por fin me tocaba defender el mío después de tantos meses de silencio y de escuchar al enemigo gritando en Twitter o en cursos dictados sobre ideas “libertarias” que tomé solo para aprender, como un espía, sobre sus formas.
No creo que esto sea una causa poco noble o innecesaria. Algo así como el otro campo, aquellos que no creemos en el determinismo, o que la economía (y soy economista) sea la reina de las ciencias sociales, parecemos estar silenciados por una mayoría ruidosa que ha logrado convencer a una parte del mundo de ellas. Las batallas ideológicas son buenas para el mundo. Me sorprendió que para mí era eso: una batalla.
Estaba listo para dejar las formas, de mentirme a mí mismo, de no investigar demasiado para no encontrarme con opiniones contrarias. Estaba dispuesto a dirigir ataques personales contra aquellos que difunden esas ideologías peligrosas. Me había convencido de que era hora de dejar las formas, leer poco y apelar a la emoción para generar ruido y reventar balas en contra de aquellos que dicen ideas que me parecen peligrosas.
Ahora que vuelvo a la escritura, agradezco haberme parado antes del primer disparo. Me sorprendió el cúmulo de odio y de frustración. Me sorprendió que había sido una víctima, como cualquier otra persona, del algoritmo. Que necesitaba ser serio, tajante y debía ganar esta batalla ficticia. Espero que mi primer disparo no sea así.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/juan-felipe-gaviria/