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Aprendí a leer leyendo a Mafalda. Casi todos los que me conocen lo saben, porque cuando ven mi tatuaje de esa pequeñita en mi antebrazo izquierdo, la pregunta que siempre me hacen es: ¿por qué Mafalda?
De ella aprendí muchas cosas; por ejemplo, la necesidad permanente de mirarlo todo como un evento con causas y consecuencias políticas. Cuando me refiero a política, me refiero a todo aquello que influye en el uso del poder para la organización de la sociedad humana.
Disfruto hablando del gobierno, de los problemas de mi ciudad, de mi país o del mundo; escuchando posiciones sobre nuevas teorías para afrontar los mismos. Me gusta escuchar noticias, leer columnas de opinión y ver reportajes que me muestren miradas diversas sobre la sociedad a la que pertenezco. Soy una persona política, lo asumo y me gusta.
Sin embargo, esta tendencia permanente por cuestionar todo a mi alrededor no es algo particularmente común. Casi siempre, esos mismos que me preguntan por Mafalda, terminan diciéndome: ¡vos siempre hablando de política!; normalmente soy la extraña en mis grupos de amigos.
Soy esa a la que todos sus seres cercanos llaman antes de elecciones a preguntarle por quién votar. Soy la que se lee los programas de gobierno y la que puede explicar en la mesa el debate del momento en el Congreso. Cuando en alguna fiesta alguien pregunta por el funcionamiento de Colombia, todos mis amigos me miran a mí, saben que seré yo la que responderé, pero que, además, lo haré con pasión y me podré quedar hablando del tema toda la noche. Soy una especie de bicho raro.
Digo bicho raro porque a los que nos gusta hablar de política se nos olvida que somos una minoría (no tengo pruebas, tampoco dudas). Que la gente en su día a día no piensa qué están haciendo los ministros, o si el Concejo está o no sesionando. Las personas se informan de titulares, pero profundizan poco en las posturas de los partidos políticos o en quienes suenan en las barajas para las elecciones locales. La gente simplemente está viviendo su vida y la política es solo aquello que ejercen cada tanto, cuando les toca ir a votar. Y si uno les pregunta por política, lo que inmediatamente van a decir es: ¡qué pereza los políticos!
Porque la política ha sido, por lo menos en nuestro país, un tema reservado a unos pocos y, dentro de esos pocos, aquellos con más poder, han desangrado las arcas del Estado, han violentado libertades, han roto promesas. Se han jactado del poder que ostentan para matar, para robar, para mentir. Su trabajo lo han dedicado al enriquecimiento de algunos y al empobrecimiento de casi todos. Su accionar ha sido mezquino y lejano, sus palabras son rimbombantes, dotadas de una especie de superioridad. Sus mensajes no pasan de ser “pan y circo” y sus resultados, invisibles.
Entonces así, ¿a quién le va a gustar la política?, ¿cómo enamorar al ciudadano desprevenido del rol que naturalmente le corresponde ocupar en la sociedad que habita?, ¿cómo dejar de parecer, nosotros, los que hablamos de política, unos desconectados que solo buscamos el interés personal? Es comprensible que la gente no disfrute la política, como lo es también responsabilidad nuestra, los que sí lo hacemos, y de los que ejercen la política electoral, cambiar ese panorama y lograr enamorar a la ciudadanía lejana.
Ya se está hablando de posibles candidatos y candidatas para las elecciones locales del 2023. ¿Serán ellos y ellas capaces de atraer nuevas miradas?, ¿será posible construir campañas que hablen con la gente en su mismo lenguaje?, ¿campañas que no pretendan cambiar de manera radical el mundo, sino que ofrezcan un esfuerzo juicioso por mejorar lo que es realmente posible? ¿Podrán entonces estas nuevas candidaturas cambiar esa imagen podrida y nefasta del político tradicional?
Ya lo veremos. Yo espero que sí. Y lo creo, porque creo en el poder infinito de aprendizaje que tiene el ser humano, y tengo fe en que ya aprendimos que hacer política desde la antipatía solo trae el ahondamiento de la desconexión entre políticos y realidad.