Soy politólogo y trabajo asesorando a políticos en sus comunicaciones, pero a pesar de estar metido hasta el cuello en el medio no tengo ni idea de quiénes son por lo menos dos partidos presentes en el tarjetón del Senado. Ni me quiero imaginar entonces lo que significa para un ciudadano del común llegar a su puesto de votación y tener que escoger, al menos, entre 20 logos.
Debutan movimientos, los viejos hacen cambios en su imagen, y encima aparece una centena de casillas con un número por marcar en las listas abiertas de cada partido. Por si no era suficiente, al Senado se pueden solicitar dos tarjetones y a la Cámara hasta tres, al igual que las consultas presidenciales ¡Qué cantidad de papel!
Somos un país surreal. Buena parte de los esfuerzos comunicativos de las campañas no se dirigen a convencer a los votantes o a contrastar ideas con los competidores, sino que se gastan en pedagogía para que la gente sepa cómo enfrentar el intrincado tarjetón.
La Constitución del 91 facilitó la creación de partidos, pero lo que en principio parecía una maravillosa apertura democrática resultó en un caos en el que los ciudadanos no alcanzan a seguirle el ritmo a la política y, mucho menos, hacerle fiscalización a los políticos, que ante los escándalos les basta con cambiarse de nombre para despistar.
El umbral apareció como solución, no tendrían personería jurídica los partidos que sacaran menos del 3 %. Íbamos bien, obligando a los partidos similares ideológicamente a aglutinarse y a permanecer en el tiempo, hasta que a la sacrosanta Corte Constitucional le dio por repartir personerías jurídicas a diestra y siniestra. No todo lo hacen bien los omnipotentes magistrados.