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«Lo que niegas te somete, lo que aceptas te transforma»

 Carl Gustav Jung

Desde que nacemos, están tratando de domar nuestra fuerza animal, de acallar todo lo indomable que nos habita. Desde niños nos están puliendo cada vestigio de salvajismo: siéntate como señorita; los hombres no lloran; no hables tan duro; ríe pasito;.no pintes tanto, ve a hacer tareas; no bailes, no cantes, no sonrías a deshoras; tápate, que no te vean.

Estamos siendo constantemente cincelados para sacarnos el supuesto oro que llevamos dentro. Con la excusa de convertirnos en diamantes, que están en bruto, le hemos dado demasiado duro a nuestro barro.

En el proceso educativo de la vida —que dura para siempre—, estamos sometidos a silenciar parte de nosotros para que podamos ser aceptados en la manada. Lo cual —si se piensa detenidamente—, es una paradoja, porque esos a los que queremos pertenecer tienen nuestra esencia, pero fueron domesticados.

Es así que poco a poco nos alejamos de nuestra esencia animal, de nuestra naturaleza salvaje —y no con ello violenta—, que también hace parte de nosotros.

Este alejamiento ha desarrollado nuestro cerebro hasta lugares impensables. Hemos expandido nuestras conexiones neuronales, y con ellas, hemos desarrollado ciudades, sociedades, hemos hecho con nuestras manos los mismos robots a los que hoy les tememos, hemos creado edificios gigantescos y hemos llegado a la luna; y aunque todavía nos falta conocer los límites de la razón, parece que hubiéramos olvidado que somos más que eso.

Dejamos de advertir que también somos nuestro cuerpo, nuestras emociones, nuestras energías y nuestros vínculos. Que en nuestro cuerpo conviven varios habitantes, entre ellos la razón, que no vive sola, sino que tiene compañía. 

Hacemos esto porque le tememos a nuestra animalidad, porque ya decidimos con la razón qué es lo que puede salir de nosotros mismos en público. Todo lo demás lo clasificamos como sensiblería, esoterismo e, incluso, debilidad.

Somos tan duros con nosotros, con nuestro barro, que en caso de que algo de ello se asome, nos castigamos. Recordamos lo que nos dijeron de niños sobre “portarse bien”, y entonces nos silenciamos, no sin antes reprocharnos por haber vuelto a sentir.

La naturaleza salvaje de la que hablo es una que no pasa por el pensamiento. Es la que pasa la vida por la piel, es a la que le da miedo, rabia y tristeza. Pero también es la que baila sin razón, la que crea, la que se asombra, la que siente deseo, placer y se enamora. Es la que ama, la que genera vínculos, la que sonríe, la que disfruta de lo simple, la que se rinde, la que se cansa, la que se contradice, la que cambia, la que no permanece. La que se mueve, la que sabe andar, la que se cae, la que es estable y después un merengue, la que es dulce y amarga, la que se asusta y asusta a otros.

Pero no queremos verlo. El mundo real da mucho miedo, porque se pierde la idea de control, que solo es una idea de la razón. No queremos abrirle los ojos a una vida que se vea como verdaderamente es.

Somos muy animales, muy dinámicos, muy cambiantes, muy cíclicos, pero llevamos toda la vida negando nuestra esencia. Hemos creado, incluso, un término para diferenciarnos de los otros seres, nos hemos denominando Humanidad, que no es lo mismo que decir Humanos. En uno existe la creencia de que el humano crea otro reino, y en el segundo, simplemente que es una especie más de un mismo reino: el animal.

No negaré que somos únicos, claro que lo somos. No somos como los demás animales. Pero lo mismo podrá decir el jaguar de los jaguares y de la ‘jaguaridad’, o las mariposas de las mariposas y su ‘mariposidad’. También son especiales, únicos, y entre los millones de animales pueden hacer miles de cosas que otros no.

Estamos resistiéndonos demasiado a lo que somos, con el agravante de que, como decía Jung, “Lo que se resiste, persiste”, lo que significa que, si queremos resistirnos a nuestros instintos, a nuestra magia, a nuestras emociones, a nuestra conexión, lo único que estamos haciendo es cansarnos en una lucha contra lo imposible, porque todo eso, entre más lo neguemos, más fuerza cobra.

Esta negación, que nos aleja de la naturaleza propia, es la misma que nos hace repeler todo lo que tenemos alrededor, la que nos arrebata la conciencia de lo vivo, la que nos aleja de los demás animales y de la tierra. 

Por eso quienes preguntan cómo salvar el planeta siempre me hacen pensar en que no será posible hacerlo hasta que nos sintamos parte de él, hasta que reconozcamos la naturaleza de lo que somos, hasta que no hagamos las paces con lo salvaje que llevamos dentro, con lo silvestre, con lo intuitivo.

Solo así podremos reconocer que somos parte de un todo, que no podemos andar con la arrogancia antropocéntrica de creernos por encima de un sistema completo e inmenso. Solo así podremos amar nuestro barro y no pretender ser diamantes, sino el mejor barro.

Si aceptamos que somos más que razón, si le damos la bienvenida al ser silvestre que nos habita, entonces nos habremos transformado. La lógica de la razón ya no será la única invitada a la mesa para tomar las decisiones de nuestra vida; habremos integrado todo lo que somos. Y aunque no sé si nos hará más felices, seguro sí más libres.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/juana-botero/

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