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“Quien escribe es un ser en estado de llama.”
Clarice Lispector.
En 2017 escribí El valle de nadie (Amazon), una novela distópica acerca de una nación olvidada, un pueblo pobre encerrado entre montañas en donde los niños se reúnen en los cerros de basura que amontonan los países vecinos y aprenden sobre el mundo a través de periódicos viejos en los que nunca aparece su valle. Así se enteran de la existencia del mar, de lujos inimaginables y conferencias internacionales, y exploran un mapa que los hace dudar de su propia existencia. Sus casas son precarias, polvorientas y pálidas, pero la esperanza la dibujan las Alegrías, unos pájaros coloridos que gritan atravesando el cielo; los Sinfines, unos árboles que florecen violeta varias veces al año; y un mariposario que los hace soñar con la belleza y la libertad. Los vallenadianos viven de sus cultivos hasta que las normas del exterior les arrebatan la propiedad de sus semillas y entonces llega la hambruna. Los países vecinos no quieren contagiarse: uno ha construido un gran muro a lo largo de la frontera, otro lidera una campaña para que su población sea consciente del peligro que representaría mezclarse con los vallenadianos, que se ven y hablan tan raro, y así. En el peor momento de la crisis los niños se emocionan cuando unos aviones les tiran comida: creen que por fin se acordaron de ellos. Pero esa comida dura apenas unos días y regresa el silencio. Entonces El valle de nadie convoca un referendo para decidir lo impensable: si deben actuar ellos mismos para morir como nación antes de que la tragedia les devore hasta la dignidad.
Escribe el periodista Íñigo Domínguez que “a veces da miedo el orden en que se suceden los acontecimientos, ves que se van acercando hechos que parecían lejanos», y pienso yo que esa distopía que me surgió por dentro a partir del dolor que me producía la indiferencia mundial acaricia hoy la realidad de manera espeluznante. Egipto construyó un muro de más de cuatro kilómetros en la frontera con el sur de Gaza, a donde han llegado sus habitantes acorralados y hambrientos por las bombas que los traen arriados desde el norte. Van cinco meses de masacre a manos de Israel, con apoyo y armamento de países como Estados Unidos, y en este punto, cuando Israel impide hasta el paso de la ayuda humanitaria y bombardea hasta a la Media Luna Roja, las imágenes del hambre llevaron a que esos mismos países que han apoyado la sangría lancen alimentos desde aviones —como último recurso, dicen— y a que —y esto supera mi distopía— Israel haya disparado y arrollado con camiones a la gente que corría a recoger los alimentos para intentar salvarse. Personas que murieron famélicas y aplastadas junto a la belleza del mar Mediterráneo, como los vallenadianos derrotados física y espiritualmente bajo las Alegrías y los Sinfines, porque los paraísos geográficos también pueden convertirse en el infierno.
Tirar alimento desde el aire y retirarse a las pantallas para seguir viendo a la gente estallar y romper la piel con los huesos. El hambre —particularmente el que se vivió en los campos de concentración durante el Holocausto— fue gran inspiración para El valle de nadie. La distopía va en que algunos —porque no todos, y esto es vital— de quienes vivieron directa o indirectamente esa tortura estén aniquilando hoy a la población de Gaza e hiriendo profundamente al pueblo palestino (y a la humanidad).
Recordó en un artículo precioso el escritor rumano Radu Vancu la Orden de la cucharilla, del gran Amos Oz, según la cual, ante una calamidad como un incendio, una persona puede: 1. Huir lo más rápido posible, 2. Exigir que paguen los responsables enviando una carta a un periódico o convocando a una manifestación, o 3. “Traer un cubo de agua y arrojarla al fuego, y si no hay cubo, traer un vaso, y, si no, una cucharilla, todo el mundo tiene alguna. Sí, ya sé que una cucharilla es pequeña y que el fuego es enorme, pero somos millones de personas y todas tenemos una cucharilla.”
Leila Guerriero escribió una columna sobre la película Zona de interés, que cuenta la historia de la familia del comandante nazi de Auschwitz, que disfrutaba de su casa ajardinada al otro lado del muro del campo de exterminio. Se veía solo el humo negro de las chimeneas. Cuenta Leila que al salir del cine en Argentina un hombre decepcionado preguntó que si la película era de guerra, dónde estaban los tiros. Y escribe: “Los llevaba yo. Todos en la frente. Listos para atravesarme la razón.” De ese pueblo de nadie que es Gaza vemos una partícula, suficiente para volarle la cabeza a la humanidad. Yo escribo en estado de llama, llevo también esos misiles y esos cuerpos destrozados atravesados en la garganta y en la vida y en la idea de futuro.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/catalina-franco-r/