“Necesitamos una reforma laboral que dignifique el trabajo y proteja el aparato productivo”. La frase del actual ministro del Trabajo parece, en papel, el punto de partida correcto para una conversación seria sobre empleo. Sin embargo, cuando se la examina con atención, algo esencial queda ausente: proteger el aparato productivo no puede desvincularse de hacerlo crecer. Es precisamente ahí donde el debate sobre la reforma laboral falla: en que se habla de dignidad, pero se olvida el crecimiento económico.
El Senado revivió el debate tras el fracaso de la consulta popular. La reforma vuelve al ruedo con propuestas que, a primera vista, suenan incuestionables: ¿quién se opondría a la estabilidad laboral, a condiciones dignas, a un modelo que respete al trabajador? Pero mientras se insiste en el deber ser, casi nadie se detiene a mirar el país real y hacerse las preguntas de fondo. ¿A quién se está dirigiendo esta reforma? ¿Quién es “la mayoría” que busca beneficiar?
Colombia tiene hoy 52,7 millones de habitantes, de los cuales 40,5 millones están en edad de trabajar. Pero apenas 23,7 millones tienen un empleo, y más de la mitad de ellos —el 56%— lo hacen en condiciones informales. Es decir, sin acceso a pensión, salud, ni garantías mínimas de estabilidad. Hablamos de un país donde trabajar no significa necesariamente tener derechos, y donde la mayoría vive del día a día en empleos de subsistencia.
Del otro lado, el tejido empresarial tampoco goza de buena salud. Más del 90% de las empresas en Colombia son micro y pequeñas. La mayoría son emprendimientos nacidos por necesidad, no por oportunidad, y operan con menos de 10 empleados. Este tipo de empresas no tienen músculo financiero ni capacidad de adaptación ante nuevas cargas regulatorias. Pretender que actúen como grandes firmas europeas es desconocer su realidad por completo.
La productividad en Colombia también da señales preocupantes. Según el DANE, la productividad total de los factores en 2024 fue de apenas 1,73%, y la productividad laboral por hora, de 3,43%. Estos datos reflejan un aparato productivo débil, con una eficiencia limitada y sin señales claras de crecimiento. A esto se suma que apenas el 7,5% de los trabajadores gana más de tres salarios mínimos. En otras palabras, la mayoría de los colombianos simplemente no tiene los medios para vivir con holgura. No es que no quieran comprar una casa, un carro, mercar para el mes. Es que realmente no pueden.
Y si las personas no pueden, ¿por qué seguimos creyendo que las empresas sí? La verdad incómoda es que muchas no pagan lo justo no por mala fe, sino porque no tienen cómo hacerlo. El aparato productivo colombiano no es una élite acaudalada: está compuesto en su gran mayoría por unidades pequeñas, informales, sin acceso a crédito, tecnología o infraestructura, con muy bajos niveles de competitividad. Hay quienes no cumplen porque no quieren, claro. Pero son la excepción, no la regla.
Ahí es donde la narrativa de la reforma se queda corta. Plantea una idea de sociedad que es deseable, sí, pero sin mirar los cimientos necesarios para que esa sociedad funcione. Y no se puede hablar de mejorar condiciones laborales si no se plantea, al mismo tiempo, cómo fortalecer y expandir el aparato productivo. Somos muy dados a hacer reformas sociales desde la retórica, desde el deseo de un futuro justo, pero sin acompañarlas de la pregunta más difícil: ¿cómo lo vamos a financiar?
Lo preocupante no es que se hable de dignidad laboral, eso es necesario. Lo preocupante es que no se hable con la misma fuerza del crecimiento económico. Sin una estrategia clara para aumentar la productividad, sin medidas para ayudar a las pequeñas empresas a formalizarse, sin una política industrial que impulse sectores estratégicos, no habrá reforma que funcione. Reformar sin crecer es como querer redistribuir un pastel que no existe.
La informalidad no se ataca solo con normas. Se combate con empleo productivo, con inversión, con reducción de costos para contratar, con acceso al mercado formal para empresas pequeñas, con competitividad. Esa es la raíz del problema, y sin tocarla, todo lo demás será apenas poesía legislativa. La pregunta no es si necesitamos condiciones laborales más justas —eso es indiscutible—, sino si estamos dispuestos a hacer el trabajo difícil de construir el país que las haga posibles.
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