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La vida está llena de primeras veces que nos transforman de manera profunda y para siempre o, por lo menos, por un tiempo. Hasta que sanamos heridas, cerramos ciclos y cambiamos de pensar. Uno mismo muere y nace cientos de veces, pero aquellos a los que les decimos adiós (en sentido literal y figurado) los enterramos solo una vez.

El primer recuerdo que tengo de la muerte es el de mi abuela Olga agonizando. La noche en que murió vi llorar a mi papá por primera vez. Cuatro años después murió Rodrigo, mi abuelo. Y en diciembre de ese mismo año, mataron a mi tía Inés. De los tres, a ella fue a quien más lloré. Estaba más grande y sentí con más intensidad el vacío de la pérdida. Ese que es hondo y uno sabe con certeza que nunca nada lo volverá a llenar. Ella me enseñó a quitarles los bordes a las empanadas para no quemarme cuando me las comía y me dejaba jugar con los cosméticos que guardaba en su cartera. Fue mi primer gran amiga y la primera mujer a la que admiré sin saber por qué. Ella despertó en mí muchas cosas que hoy me gustan: las lentejuelas, las cosas de color dorado y plateado, las sandalias altas y las uñas rojas. A ella le debo la inicial comprensión de la belleza en mi vida.

Fueron pocos los años que compartí con ella, sin embargo, el sentimiento de añoranza por ese tiempo que no tuvimos me golpea como a un boxeador desprevenido.  Su imagen llega a mí de manera intempestiva y pienso en la ausencia como una persona lejana que se quedó atrapada en un lapso, en la época en la que vivió.

A veces veo fotos para que no se me olvide su rostro y cierro los ojos para escuchar su voz ya difusa en mi mente. Veo sus uñas largas y rojas de sus dedos blancos, delgados, llenos de anillos de piedras de colores, y me parece que a quienes hemos amado hay que evocarlos como un arco iris para no permitir que su imagen se torne oscura y destemplada. Mi tía murió de una forma trágica y silenciosa. La suya fue la primera muerte que me marcó. No creo en los fantasmas, pero si por casualidad existen, el de ella sería el que me gustaría ver de primero.

Hay muchas primeras veces que aún no he vivido y que me emocionan e inspiran, pero hay otras a las que les temo más que a nada sabiendo que algún día ocurrirán. Uno de mis anhelos es correr una maratón o, por lo menos, media. Sé que es mucho lo que debo hacer para cruzar esa primera meta de cuarenta y dos o veintiún kilómetros; ser mamá es una conversación que aún sostengo y, aunque no la descarto, tampoco me aventuro todavía a buscar esa primera maternidad; me da pavor pensar en la  muerte de mis papás cuando algún amigo habla de su padre o madre muertos hace ya varios años. Daniel Velásquez, uno de mis grandes amigos, dice que le perdió miedo a todo después de ver morir a su madre en la cama de un hospital. Tampoco he sentido el dolor de decirle adiós a una mascota, pero me lo imagino, y el mismo sentimiento de añoranza profunda —por las otras pérdidas— me azota.

No recuerdo la primera vez que alguien me dijo te amo, ni la primera vez que vi el mar, porque algunas primeras veces se olvidan. La primera y única vez que un novio me llevó mariachis es una anécdota de la que hoy me río y la evoco con alegría. Hay unas primeras veces que se rememoran con nostalgia feliz, no tanto por la sensación positiva que generaron, sino por saberlas vividas y tachadas en la lista de las cosas por hacer en la vida. No  me gustan los mariachis y sé que jamás me volverán a llevar unos como serenata. Mi esposo que me lee lo sabe muy bien.

Inolvidable también aquella vez cuando probé la marihuana. Tenía 17 años y estaba con una amiga y su hermano seis años mayor que nosotras. No me gustó y nunca volví a hacerlo así que puedo seguir diciendo “la primera vez”, porque fue la única. La primera vez que tuve sexo me generó muchas preguntas. Lo más traumático no fue la sensación física desgarradora, sino el fin de la inocencia que, hasta el momento, estaba intacta. Cuántas cosas me imaginé a partir de ese día, tantas que ya nunca volví a ver a nadie de la misma forma. La vida es una antes y después de haber pasado la barrera del contacto físico íntimo con el otro. No imagino lo terrible e insoportable que debe ser perder la virginidad en un abuso sexual o a cualquier edad.

La primera vez que fui a París no me gustó, me pareció muy fría. Pero al volver, cuatro años después, descubrí que era porque esa primera vez no la había disfrutado. También una primera vez puede repetirse muchas veces, pues cada nueva oportunidad es un redescubrimiento de algo conocido. Nada, ni nadie, ni las ciudades ni los lugares son iguales aunque sean conocidos. Uno puede ir muchas veces al mismo sitio y encontrarlo distinto o, en palabras de Heráclito: nadie se baña dos veces en el mismo río. Sucede igual con las personas. Sobre todo con aquellas que han sido determinantes en nuestro camino. Cuando cambiamos, cada versión anterior de nosotros muere y, también, un fragmento de quienes conocimos y con quienes compartimos la vida se queda ahí suspendido en eso que llamamos memoria.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/amalia-uribe/

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