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Recuerdo con absoluta lucidez la primera vez que lloré por la muerte de un animal. Fue un conejo. Un mago me lo regaló, luego de sacarlo de su sombrero, quizás porque lo conmoví con la fascinación que me produjo su artificio. Fui la única de todos los niños que no se asomó para comprobar si debajo del sombrero había una jaula oculta ni intenté interrogar al mago sobre cómo había llevado al conejo hasta allí. Realmente esas preguntas no me asaltaban. Para mí, simplemente, el mago había agitado su varita y por la fuerza de sus poderes había sacado un conejo del sombrero. Punto.
Me llevé el conejo a casa, contra las quejas de mis papás, y lo acaricié tantas veces que todavía hoy recuerdo el olor de su pelaje. Antes del conejo tuve otros animales: lagartijas, iguanas, un ratón blanco, pero en ese entonces yo no comprendía el concepto de la muerte, y no podía imaginar las razones por las cuales, un día cualquiera, la iguana ya no se movía o el ratón blanco no volvía a aparecer. Al conejo, en cambio, lo vi morir en mis manos mientras le pedía llorando que por favor no se muriera. Al parecer se envenenó por comer una planta fumigada y yo no pude hacer nada para salvarlo. No estoy segura si fue ese preciso momento, o algún otro, el que selló para siempre mi relación con los animales y la necesidad pulsante que me lleva a ellos siempre que pienso en historias, dibujos, viajes, lo que sea. No importa qué tan lejos y cuántas vueltas haya que dar, mi mente siempre regresa a ellos, o más bien, nunca se aleja de ellos.
Es bien sabido que las personas introvertidas somos más dadas a relacionarnos con nuestros perros y gatos, tenemos con ellos las eternas conversaciones que en una mesa llena de gente no seríamos capaces de tener. Yo no siempre tengo la energía para hacer amigos, tampoco la necesidad, y la mayoría del tiempo me abruma la vida social. No me cautivan las conversaciones sobre el hijo de tal, el dueño de X negocio, lo que este dijo de aquel, y muy pocas veces tengo algo qué decir al respecto. Pero puedo quedarme horas hablando sobre el olinguito, la última consigna de la fauna andina que, a pocos años de su descubrimiento y clasificación en el reino animal, está ya en peligro de extinción. Me consumen durante días enteros las crónicas de Jane Goodall, Sy Montgmery y otros exploradores que han dedicado sus vidas enteras a la observación de animales. Eso, y dibujarlos, es tal vez mi manera de sublimar esa pulsión irrefutable de querer vivir entre ellos.
Volviendo al tema de la muerte, hoy sigo llorando la de mi conejo en cada muerte de un animal que no puedo salvar. En los tigrillos atropellados en las carreteras, en los perezosos arrebatados a la fuerza de su hábitat, en los toros masacrados en corralejas, en los osos de anteojos perseguidos por sus partes exóticas que alimentan mitos ancestrales. A cada uno de ellos quisiera abrazarlo y pedirle que por favor no se muera, pero no puedo. Lo único que puedo hacer es invocarlos desde mis letras y mis dibujos, a modo de artificio, como el del mago, para hacerlos aparecer en el mundo especista que, muchas veces, está ocupado mirando hacia el otro lado mientras ellos se van borrando de la faz de la tierra. A ellos les debo mi vida, quien soy y cómo pienso y actúo, desde El Rey León hasta los puercoespines que cruzan a paso lento la carretera y nos obligan a detenernos en medio de la oscuridad para esperar a que lleguen al otro lado. A ellos les debo el asombro constante, la compasión y la ternura, el miedo también, el respeto por otras formas de existir. Les debo, en resumidas cuentas, la gratitud por habitar la misma tierra, el mismo tiempo.