Otra vez la misma noticia, ¿otra vez?, no, esperá, es otra, parecida, ¿cómo?, es la misma, que no, no, lée, ya la he leído antes, pero no es la misma, volvé a leer, y leés, y cuando leés es como devolverte, esa sensación de déjà vu. Son los detalles, sin embargo. Otros nombres, otro lugar, otro muerto.
Un hombre maneja peligrosamente, arrolla a varios en su recorrido, la policía lo persigue, choca contra un puesto de comidas, una multitud de motociclistas lo lincha. Muere instantáneamente.
Justicia por mano propia.
No hay tiempo de preguntarle nada. Que estaba borracho, sugieren las razones preliminares. En redes lo linchan otra vez: se lo merecía. Un sobrino lo niega y dice que su familiar estaba en tratamiento médico por episodios de estrés y ansiedad. En redes lo siguen linchando: que cómo lo justifican con la ansiedad, qué por qué lo llaman víctima, que los arrollados tenían el derecho a defenderse.
La esposa escribe un mensaje en redes: Te llevaste mi vida, amor mío. Se llamaba Mauricio Cendales, 35 años. Tenía dos hijas.
Se pueden encontrar muchos argumentos: que la justicia en Colombia no funciona, que si hubiera matado a otros con el carro qué, que por qué lo dejaron manejar si estaba enfermo, que era un peligro, que… ninguno, sin embargo, justifica la violencia, convertirse en un asesino.
Es fácil sentirlo: cuando alguien mata a tu padre, pues que ojalá el asesino se muera, que le pase lo peor, se lo merece. Pero nada, nada devuelve a tu padre. Cuando un ladrón te atraca, pues que ojalá muera, que le pase lo peor, se lo merece. Pero si lo matas, nada devuelve tu tranquilidad. Te has convertido en el asesino.
Por qué tan violentos.
Esta pregunta, ronda incluso casi ya como un cliché: por qué tan paraquitos.
De dónde tanto odio.
La eliminación del otro está como una opción plausible —que se puede justificar incluso según el quién y el qué y el contexto—.
Hay candidatos presidenciales que prometen bala y hay quien los aplaude.
En los comentarios de redes sociales sí que se sale todo lo bribones que tenemos adentro.
Pero no es una cosa nueva. Escribió el médico Héctor Abad Gómez en una columna, La Violencia, en 1986: “La violencia es sólo un síntoma de males sociales profundos, tales como la injusticia, la pobreza, la mala distribución de las riquezas, la ignorancia o el fanatismo. Tratar de acabar la violencia con ‘otra violencia’ es como pretender curar una enfermedad con otra enfermedad. Eso es lo que hemos venido haciendo —sin éxito, por supuesto— durante los casi doscientos años de historia colombiana”. (Leer toda la columna aquí: https://hacemosmemoria.org/2025/08/25/que-pensaba-hector-abad-gomez-de-la-violencia/)
Quizá hay que empezar por identificar en uno mismo, para acallar, esos destellos violentos y justificadores de lo injustificable.
Porque que de pronto es que se nos entumeció el corazón de tanta violencia que hemos vivido en el país, que ya nos parece normal un muerto más y no importa quién lo pone: nosotros, incluso.
Por ahora solo encuentro la poesía como un remedio para despertarnos. Para estremecernos y recordar que un muerto duele para siempre. Por ejemplo, este poema de Horacio Benavides.
Yo que iba para la fiesta
Había comprado estos zapatos blancos
esta ropa blanca para ir a la fiesta
y la sangre de mi hermano
ha salpicado la manga de mi pantalón
Y ya es muy tarde para volver al almacén
y no tengo ropa limpia en la casa
y cómo salta el rojo sobre el blanco
Seguramente ya arde la fiesta
y el alcohol corre como el agua
Y para colmo
la sangre de mi hermano
ha manchado mi camisa blanca
aquí en el pecho
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/monica-quintero/