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La gente se burla de mí cuando hablo de mis tres años en Ámsterdam. Se me sale una que otra vena, la lengua me salpica con palabras groseras y casi siempre mi meta es soplar un viento frío al hablar, para que mi compatriota paisa se haga una idea del frío tan berraco que chupé mientras estudiaba.
Me ofusco. Me ofusco mientras hablo, a pesar de que, muy adentro, sigo sin olvidar la profunda gratitud de haber tenido la oportunidad de vivir algo tan distinto. Lo digo con sinceridad: mi ofuscación no es incompatible con ser consciente del privilegio de ser un colombiano estudiando y viviendo en Europa, y con la profunda gratitud a mis papás, a mi familia y a mí mismo por haber sido capaz de arrancar de esta tierra verde y caliente. Pero me ofusco.
Entonces sé que pensar en las mañanas frías en Ámsterdam me ofusca, pero ¿por qué? Esa palabra, ofuscar, no es sentir rabia. La rabia es dirigida, nace de un lugar ardiente y sale con gritos o, para otros, con silencio. Por otro lado, no es tristeza. La tristeza achicopala, nos retrae dentro de nosotros mismos. Ofuscarse no hace eso. Y, por ahora, me retengo las ganas de ir a buscar su definición en internet y, en cambio, trato de plasmar, yo acá con usted, querido lector, lo que es la ofuscación y las exclusivas (y holandesas) circunstancias que me traen ese sentimiento tan particular.
David Foster Wallace (DFW), un escritor estadounidense, escribió en 2003 un reportaje titulado “Considera a la Langosta”. Fue contratado por la revista Gourmet en Estados Unidos para asistir al Festival de la Langosta en el estado de Maine. Los editores sabían que DFW era un escritor prolífico, pero probablemente no mucho más. DFW, tenista aficionado, había escrito una de las mejores columnas de opinión en la historia del deporte, sobre lo que se sentía ver jugar a Roger Federer (publicada después de la que mencioné, pero permítanme seguir este camino). Este hombre era capaz de comparar el hecho de ver un partido de tenis con una experiencia religiosa. Si es capaz de hacer semejante extrapolación, no pueden imaginar lo que hizo con las langostas. Y todo en una revista culinaria, diseñada para lectores que degustan no solo los platos, sino también las palabras.
Dedicó las siete páginas que le dieron para oscilar entre una narrativa sudorosa y burlesca de la extraña tradición de celebrar la matanza de miles de seres vivos y una disertación filosófica sobre cómo los humanos ignoramos el dolor animal, y cómo los cuestionamientos éticos alrededor de ser carnívoros no existen en la mente de los 300 millones de comensales americanos. O al menos no lo suficiente. Y eso fue lo que se imprimió y lo que no deleitó mucho a los fieles degustadores de la revista mensual.
¿Qué tienen que ver las langostas, el tenis y DFW con nuestra pregunta original sobre la ofuscación? Quizás poco. Pero sí me ofrecen un punto de partida, y por eso los traje a esta columna (además de intentar incitar a usted, querido lector, a que lea bastante sobre ese hombre). Los seres humanos conectamos puntos sin culpa. A veces proclamamos que el destino dibujó las líneas y nos mostró hacia dónde caminar. Pero casi siempre somos nosotros, con esa confusa red que tenemos detrás de la sien, quienes dibujamos las líneas. Y creo que ese proceso de dibujo, entre recuerdos y sentimientos, o aspectos de nuestra personalidad y momentos importantes, es poco intencional.
A todo esto, va una lección que quizás no le guste porque no revela mucho de nuestra naturaleza. Y así es mejor. Porque usted es probablemente diferente a mí, pero yo le voy a compartir mi idea.
Yo creo que, así como DFW conectó esas líneas medio absurdas entre la filosofía y las langostas (que no parecen tan locas como al principio aparentan), nosotros trazamos esas líneas ocultas, casi casuales, entre recuerdos y sentimientos. Vienen cargadas con razones, sí. No son aleatorias, no. Pero cuando me pregunto por qué Ámsterdam no me causa rabia, no logro entender. Como también me pregunto por qué no me causa tristeza, tampoco logro entender. La línea que se dibujó, quizás tan absurdamente como lo hago en este artículo, fue la de ofuscación. Y entonces puede que tome muchos ratos de reflexión profunda, docenas de sesiones de terapia, y todas las herramientas que hemos desarrollado para entender ese misterioso aparato dentro de nosotros, donde logre entender, y quizás hasta cambiar, cómo mis líneas me hacen sentir. Y entonces, me ofusco.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/juan-felipe-gaviria/