Escuchar artículo
|
«La rebelión consiste en mirar una rosa/ hasta pulverizarse los ojos». Alejandra Pizarnik.
En el libro Calle Este-Oeste, Philippe Sands cuenta la historia de una mujer muy mayor cuya madre murió en los campos de concentración nazis, a quien él le muestra una fotografía actual del edificio en el que vivió siendo niña. Ella lo reconoce inmediatamente y señala una ventana, diciendo que desde esa habitación su madre le decía adiós con la mano cada mañana al salir para el colegio. Ese detalle es un golpe y es una caricia: una mujer en sus últimos años que, desafiando la crueldad de la memoria, viaja a su niñez a través de una imagen para volver a despedirse de su madre muerta antes de tiempo, para regresar al momento en el que todavía era posible que tuviera una madre para crecer y para vivir y para abrazar cuando la guerra le quitara lo que más amaba y lo que le producía esperanza. Pensé en los recuerdos que imprime la vida —este mundo— en la mente y el corazón de los niños, y que son los que, finalmente, le ganan a la debilidad de la memoria: una madre diciendo adiós con la mano que se queda para siempre, de manera que, convertida en humo negro en una chimenea, no mate a su hija de dolor. Poder pensar en esa mano al cerrar los ojos para recordar lo que era el amor.
A esta generación de niños de Gaza el horror les ha nublado el alma. Miles borrados, como si no hubieran existido, pues no queda nadie para recordarlos. Otros perdidos, literalmente, hermanos huérfanos sin identificar en hospitales asediados, con la incertidumbre no solo de si sobrevivirán, sino de si podrán reencontrarse en caso de que vivan. Qué recordarán. No sé si logren rescatar alguna imagen del amor y la esperanza, visualizarla al cerrar los ojos, por encima de la sangre y el polvo y los escombros sobre sus padres y sus hermanos y sus mascotas y sus casas y sus huesos forrados en la piel. No sé si puedan evocar a la madre para que de alguna manera los sostenga en el mundo que les ha hecho esto. Creo que debe haber un límite para el dolor en el que la memoria planta otro inicio y percibe que eso que hubo antes y que se sintió como la vida fue ajeno. Que les sucedió a otros porque antes de todo el desgarre presente no pudo haber nada más. La existencia limitada al infierno.
Hay que crecer con algún referente de bondad, de que la vida vale la pena y existe la tranquilidad, de que se puede confiar un poco. No sé dónde buscarán eso los niños de Gaza, creo que el filtro en su mirada es irreversible. Le preguntaban a la escritora vietnamita Kim Thúy, que huyó de su país cuando el sur perdió la guerra, si lo peor para ella había sucedido no durante la propia guerra, sino cuando terminó, y respondía: “Es que la paz no llega en un instante cuando acaba la guerra. La paz tiene que ser construida. Si cuando una guerra se acaba no se construye la paz, esta no llega.”
Pienso en Colombia, en donde hay tanta gente convencida de que la paz se obtiene por la fuerza, de que hay simplemente que hacer algo que signifique que se les ha ganado a los malos, y que entonces ahí sí, se hará la paz. Como si la paz fuera un trofeo que se entrega, algo que llega listo y que nos corresponde. Y pienso en Israel, que dice hacer todo esto que está aniquilando la idea de humanidad para garantizar su seguridad, y lo hace masacrando a un pueblo ante los ojos del mundo, sembrando la semilla más potente del odio contra los suyos, la que le garantizará el miedo eterno. Dicen ellos que los niños de Gaza son los terroristas de mañana y me pregunto si la violencia que se desarrolla dentro de un hombre no nace justo a partir de lo que Israel les está haciendo a los niños que serán esos hombres. O si es que planea matarlos a todos para que no quede ni la semilla (como alguna vez quiso Hitler con los judíos). Entonces no quedará tampoco quien necesite recordar a su madre para volver a creer en el amor.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/catalina-franco-r/