Recientemente Juan Diego Gómez Jiménez, senador y presidente del Senado colombiano, señaló –y cito textualmente– que “a pesar de algunos opinadores de izquierda y congresistas de oposición, el Congreso es una rama autónoma del poder público, legitimada en su representación popular y nadie puede poner en tela de juicio las leyes aprobadas en sus trámites y su rigor legislativo”. Gómez es abogado y magíster en estudios políticos, y cuenta con una larga trayectoria en el Estado colombiano, por lo cual debemos tomarnos en serio sus opiniones político-constitucionales y asumir que lo que dice en la materia es producto de genuinas concepciones sobre el ser y el deber ser del orden político y jurídico del país, y no simplemente de la desinformación o la ignorancia.
Esto es preocupante porque refleja que la cabeza del poder legislativo, elegido por mayorías en el Senado, tiene una visión sumamente antidemocrática del poder político. Es cierto que el Congreso es autónomo y que su legitimidad se deriva parcialmente del hecho de que es el principal órgano representativo del país. En este sentido, innegablemente cuenta con lo que la teoría política y jurídica llama legitimidad de origen, es decir, una legitimidad derivada del proceso mediante el cual se accede al poder, que en el caso de una democracia consiste en elecciones razonablemente libres.
Pero en una democracia constitucional, como la consagrada en la Constitución de 1991, la legitimidad de origen no es un cheque en blanco para que el Congreso haga lo que se le venga en gana, que es lo que sugiere Gómez cuando afirma que “nadie puede poner en tela de juicio las leyes aprobadas en sus trámites y su rigor legislativo”. Por el contrario, el poder político debe ejercerse dentro del marco constitucional consagrado para ello, lo cual imbuye a este de lo que suele denominarse como legitimidad de ejercicio.
Y por más esfuerzos interpretativos que se hagan, es imposible concluir que el marco constitucional colombiano establece que nadie puede poner en tela de juicio las leyes aprobadas por el Congreso. Ahí está la acción pública de inconstitucionalidad, que permite a los ciudadanos cuestionar la constitucionalidad de las leyes ante la Corte Constitucional. Y, más importante aún, ahí está el derecho a la protesta, que permite que la ciudadanía se manifieste en cualquier momento que lo considere conveniente como, por ejemplo, cuando sea aprobada una ley que sea vista como injusta.
Estoy seguro de que Gómez, los senadores que le apoyaron para llegar a la presidencia del Senado, y al menos buena parte de los integrantes de la actual coalición de gobierno, son perfectamente conscientes de todo esto. Pero probablemente les importe poco, pues ven a la Constitución como un set de reglas fastidiosas, como un estorbo, que es necesario sortear, pero al cual no se le debe mayor respeto.
Yo solo espero que sean conscientes de que, con su accionar, están destruyendo la legitimidad que podrían necesitar si algún día llegan a tener el infortunio de convertirse en la oposición de un gobierno autoritario de una corriente política opuesta a la de ellos mismos. No sé si es solo mi impresión, pero es que parecen empeñados en afilar el puñal que en un futuro no tan distante podría volverse en su contra.