Placas

Cuando no existían los teléfonos inteligentes recibí un mensaje de texto con un código para leer la mente de los hombres. El juego era muy sencillo, solo había que prestar atención en la calle y mirar las placas de los carros que se cruzaban por azar en el camino. Tenía que buscar dos números repetidos en una placa, por ejemplo, MKL344, y relacionar el número diferente con la letra que ocupaba el mismo puesto. En este caso el 3 con la M.

Según el código, alguien, es decir, un hombre, cuyo nombre empezaba por M me estaba pensando en ese preciso momento. El mensaje de texto también incluía significados para los números repetidos: 111, 222, 333. Todos relacionados con -sonido de redoblantes- ¡los hombres! El mensaje maldito, que pasó de celular en celular, como los ringtones que nos transferíamos por infrarrojo juntando los teléfonos como si se estuvieran apareando, reemplazó el juego de las placas que hasta ese momento había ocupado los trayectos del colegio a la casa: sumar o multiplicar los números y decir la respuesta de primera.

Después de recibir el código estaba siempre alerta. Los ojos puestos en la calle, moviéndose de izquierda a derecha como escáneres que buscaban la D, en una época, la A, en otra. El corazón acelerado con la idea de que al sur de la ciudad, en el colegio de hombres que usaban camisas amarillas, “alguien que empieza por la letra S” estaba pensando en mí. En ese momento no se me pasaba por la cabeza lo absurdo del truco. La necesidad de información de cualquier fuente que le diera más oxígeno a mis ilusiones románticas adolescentes era más fuerte que la racionalidad. Sin saberlo estaba grabando con cincel una de las creencias fundacionales del patriarcado: yo tenía valor en la medida en que otro, un hombre, me reconocía. El juego de las placas fue un vicio difícil de dejar y, educado como está mi cerebro para seguir patrones de pensamiento automático, a veces me encuentro pensando en un nombre de hombre que empieza por R cuando me cruzo con un taxi de placas ERT454. 

Desaprender las lecciones del patriarcado es difícil. Están escritas con una tinta que atraviesa el papel en donde se apuntan y mancha el cuaderno entero. Aunque he pasado muchas páginas y he escrito nuevas lecciones, todavía puedo ver el rastro de las creencias injustas sobre las que construí mi lugar en el mundo. El juego de las placas no era la magia sincrónica que mis compañeras y yo creíamos: era un mecanismo de opresión sutil que nos enseñó a regocijarnos con la idea de derivar nuestro valor a partir del reconocimiento masculino. 

Entender que cuando aparecía la inicial que buscaba no era porque su dueño pensaba en mí, sino porque yo pensaba en él, me permitió ganar un poco de poder. Hizo que me preguntara por las razones que me llevaban a dejar que los hombres ocuparan tanto espacio en mi mente y en mis conversaciones. Que pensara si a ellos les pasaba igual, si iban por la calle buscando iniciales de nombres de mujeres. Si, como nosotras, ellos también dejaban de pensar en el mundo que pasaba por la ventana para ocuparse de  pensar en quien los pensaba a ellos.

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