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Se siguen cayendo los pajaritos que Petro pintó en el aire. Durante años y años, el petrismo se opuso y criticó duramente las alzas a la gasolina pero, ya en el poder, debe enfrentarse a la fría realidad: aumentar el precio del galón para contener el desangre de las finanzas públicas; una decisión impopular, que afecta no solo el bolsillo de los tan mentados 4000 más ricos, pero correcta.

¿Por qué? Porque el precio de la gasolina no es real, sino que está subsidiado por el Estado, y esto nos cuesta 40 billones de pesos al año, es decir, más o menos seis veces el presupuesto de la Alcaldía de Medellín o el presupuesto anual destinado a la educación en Colombia. ¡Un platal!, que bien podría ser invertido en otros menesteres con mayor impacto social y económico.

Lo curioso es que mientras, en este asunto, el gobierno avanza en la dirección correcta, incluso desdiciéndose de sus promesas, hace todo lo contrario con la energía eléctrica, pues anuncia que va a intervenir la CREG –Comisión de Regulación de Energía y Gas– una entidad pública creada para evitar que las tarifas de energía las fijen los políticos, que suelen tener más ánimos de popularidad electoral que de responsabilidad fiscal. Lo que hacen con la mano lo borran con el codo ¿Con qué se tapará el boquete que abrirá el gobierno jugando a reducir las tarifas? Nada es gratis, seguro lo pagaremos por algún lado con impuestos.

Tanto la izquierda como la derecha en Colombia juegan a intervenir los precios y a meterse en el mercado, con resultados nefastos. Une ejemplo es la regulación de precios de medicamentos, que ha derivado en cosas como la escasez de pastillas anticonceptivas, cortesía del entonces ministro de salud de Santos (¡Y eso que le dicen neoliberal a Alejandro Gaviria!)

Incluso, durante la presidencia de Duque, pasamos del puesto 42 al 60 en el Índice de Libertad Económica del Instituto Fraser. Porque contrario a las consignas que grita la izquierda, nuestra derecha está mucho más obsesionada con imponer la camándula que el libre mercado que pregona el neoliberalismo.

Al revisar ese índice, los países con economías de mercado más libres, es decir, con menos intervención del Estado, más competencia, una moneda estable, más comercio internacional y seguridad física y jurídica para los actores participantes, resultan ser los mismos que tienen mejores índices de calidad de vida.

Pura casualidad, dirán. O le echarán la culpa de nuestro fracaso al neoliberalismo pese a que hacemos todo lo contrario a lo que pregona este modelo; o peor, asumiremos que somos incapaces de progresar y le pediremos al mundo que decrezca un poco para alcanzarlo.

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