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En las últimas semanas y de manera irremediable, todas las conversaciones importantes que tengo terminan en un punto común: la perplejidad frente al proceso electoral. Cuando el tema aflora la cabeza se me llena de preguntas y mi cuerpo enciende las alarmas de la ansiedad. Sé que es dañino. Siento los desagradables efectos del cortisol y trato de mitigarlos: cierro los ojos, pongo una mano en el pecho y tomo tres respiraciones profundas. El alivio es momentáneo porque por estos días abundan los estímulos para el desasosiego.
Pensar en la relación entre la posición que ocupan los candidatos en las encuestas y la degradación de la discusión pública me da agriera y no en sentido figurado. Presenciar el espectáculo que ofrecen nuestros líderes políticos y escuchar los aplausos enardecidos de quienes todavía confían en ellos me quita el sueño. Tratar de creer que todo va a estar bien mientras veo, en directo, como un grupo de personas sin escrúpulos se apropia del discurso de cambio que nos ha permitido soñar en un mundo más justo me agota.
Intenté hacer una desintoxicación de redes sociales y borré la aplicación de Twitter de mi celular. No funcionó. Volví a caer en la droga de los 280 caracteres y lo hice movida por la culpa: la posición privilegiada que ocupo en la sociedad no puede hacerme indiferente. Tengo que estar enterada, participar de alguna manera. Lo que está pasando me tiene que doler. La salida del martirio, aunque no parezca, es también cómoda. Nos permite observar el caos con la distancia suficiente y, además, nos entrega un trapo para limpiarnos la conciencia. Deja que nos sofoquemos cerca de las llamas sin arder en ellas. El consuelo del mártir es casi tan egoísta como la indolencia del individualista. Hoy me parece difícil diferenciar entre quienes se sacrifican públicamente en nombre de sus convicciones y quienes, movidos por su interés particular, están dispuestos a hacer cualquier cosa para defender lo que sienten que les pertenece.
En esta encrucijada quisiera optar por una salida que me reconcilie con el futuro y me haga emocionar con el presente. Ninguno de los proyectos políticos que hoy disputan la presidencia del país me ofrece esa opción, pero no quiero que ese sea un motivo para dejar de creer que es posible vivir mejor. Quiero concentrarme en tejer una red que nos sostenga y que nos proteja del abismo. Que esté hecha de puntadas fuertes y unidas para que soporte el peso sin reventar ninguna fibra.
Voy a votar, por supuesto, pero no voy a depositar toda mi confianza en los resultados de la elección. En este momento entiendo el voto como una forma íntima de expresión que no podrá nunca contener la dimensión de mi compromiso político. Cuando ponga el tarjetón en la urna voy a pedir un deseo: que mi ideal se desborde en todo lo que hago y que la perplejidad que me genera este momento de nuestra historia no me haga creer que solo hay un destino posible.