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Perfil psicológico del político corrupto

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Las raíces de la corrupción debemos buscarlas en la vida cotidiana. Nuestra sociedad avanza con paso acelerado hacia una destrucción cada vez mayor de los diques éticos que regulan la conducta pública y privada. La historia de pobreza y marginalidad, la cultura mafiosa instalada a finales del siglo pasado, el ideal de éxito fundado en el lujo y la riqueza, la disolución de valores de la posmodernidad, son factores que confluyen en la ejecución del acto corrupto. En tal sentido, podríamos decir que los seres humanos, sin excepción, somos susceptibles de corromper y ser corrompidos.

Pero si los seres humanos podemos potencialmente ejecutar la acción corrupta, ¿por qué no todos lo hacemos? ¿qué sucede en aquellas personas que trasgreden la ley para la satisfacción egoísta de su deseo? Quisiera proponer brevemente algunos rasgos de personalidad que pueden ayudarnos a identificar a los actores políticos que la historia nos ha venido mostrando como más proclives a la práctica corrupta.

En primer lugar, una de las facetas protuberantes en este tipo de personajes es su exacerbado sentido de grandiosidad. Hablamos de personas que construyen un relato de sí mismas según el cual su destino es singular, diferenciado del que vivimos los demás mortales. Apelan al Pueblo, a Dios o a la Historia, y se consagran como una suerte de elegidos para cumplir una misión trascendente. Responden con agresividad a cualquier asomo de crítica o divergencia, violentando o ridiculizando a quien lo hace.

Estas personas son incapaces también para regirse por la moral social colectiva, instituyendo una escala de valores que aplica sólo para ellos. La norma no es entonces un contrato que todos suscribimos como fundamento de la vida en común, sino que son ellos quienes determinan qué es lo bueno y qué es lo malo. “Para hacer lo correcto no hay que pedir permiso”, afirmaba con cinismo uno de los personajes más corruptos de nuestra historia. Son capaces de mentir y de manipular sin culpa ni vergüenza, y con frecuencia logran hacerlo con alto grado de eficacia.

En el político corrupto suele operar también un ideario paranoide de persecución. Constantemente manifiestan la existencia de una urdimbre conspirativa que, o les impide gobernar, siendo la supuesta causa de sus fracasos, o incluso quiere acabar con sus vidas. Esta trama persecutoria tiende a asociarse en ellos a su profundo sentido de victimización, desarrollado desde edad temprana, donde el Estado y la sociedad aparecen como victimarios, y se convierten ellos en justicieros para defensa de los “desfavorecidos”.

Nuestra sociedad ha normalizado y aceptado la corrupción con un grado de cinismo del cual deberíamos avergonzarnos. Cuando afirmamos que “todos los políticos son corruptos”, o recurrimos al argumento del “empate delincuencial”, justificando que, si un grupo político fue corrupto, el otro tiene también derecho a serlo, no hacemos otra cosa que legitimar un tipo de personajes y de prácticas que se traducen en muerte, hambre y destrucción, y que establecen un símbolo, una huella cultural que nos degrada colectivamente y que invita a su repetición.

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