Circula por ahí una idea infame de un candidato al Senado cuyo nombre no merece ni siquiera ser mencionado. La propuesta consiste en crear una “policía universitaria” para perseguir a “la guerrilla universitaria que se esconde detrás de los libros”. El Centro Democrático, que es quien avala esta candidatura, debería tener cuidado de prestar cobijo a una proposición tan peligrosa y potencialmente dañina. Aunque probablemente se trata de una medida actualmente inviable y pensada más para llamar la atención que para cualquier otra cosa, no deberíamos dejarla pasar de lado sin advertir la amenaza que representa.
Las universidades no son, en sentido estricto, instituciones políticas. No pertenecen a lo que el filósofo alemán Jürgen Habermas llama la esfera pública formal, en donde se encuentran el Congreso, las Cortes y en general la administración pública, y en donde se ve reflejado claramente el poder coactivo del Estado. Pero sí pertenecen a la esfera pública informal, esto es, los múltiples espacios en los cuales se produce la deliberación ciudadana que permite la formación racional de una opinión pública que en últimas debe guiar el accionar estatal. Se me objetará que estoy describiendo al ideal normativo de la democracia deliberativa, que, aunque bello, no describe fielmente la realidad. Es cierto, pero eso no significa que debamos renunciar a él, así sea inalcanzable en su plenitud, pues para esto sirven los ideales.
Y en la persecución de este ideal son de crucial importancia las universidades, en donde ante todo debe primar la discusión racional y el libre debate de ideas. Las universidades son mucho más que centros de investigación y docencia, aunque ya por eso merecen ser defendidas a ultranza. Son, ante todo, un lugar en el cual se aprende a pensar sin ataduras.
Pensar, cuestionar, reflexionar críticamente sobre el mundo que nos rodea, no es una tarea fácil. Y no lo es, entre otras, porque puede ser más cómodo no hacerlo: el mundo es de por sí bastante complicado, y en él es necesario sobrevivir, cumplir con los roles sociales que nos han sido asignados, hacer lo que se espera de nosotros. Y nada de eso es de por sí malo, pero nos quita tiempo para pensar, tarea para la cual solemos estar demasiado ocupados. Pero cuando las universidades funcionan de la manera en que deben hacerlo, ayudan a las personas a aprender a pensar por cuenta propia.
Esto va mucho más allá de ir a clase, memorizar contenidos de temas diversos, tomar apuntes, realizar lecturas obligatorias, etc. Todo eso importa, claro, pero no es todo. Igual o más importante es el hecho de compartir un espacio físico entre diferentes y múltiples personas –a veces similares entre sí, pero idealmente distintas las unas de las otras– y verse en la necesidad de hablar, comunicarse, buscar entenderse mutuamente, dar y recibir razones y justificaciones mutuas. La única manera de aprender a pensar sin ataduras es hacerlo colectivamente, sometiendo los propios pensamientos al escrutinio de otros. Pensar críticamente tiene una importante dimensión individual, pero no es en sí un acto privado, sino público.
Aunque las universidades, por suerte, no son el único lugar en el cual se aprende a pensar, sí resultan de importancia crítica para este propósito, pues existen para ello. Una universidad que no propenda por el pensamiento libre, sino por la imposición de dogmas, no merece ser llamada tal. Y para pensar sin ataduras, es necesario, precisamente, rechazar adefesios dirigidos a encadenar la libre argumentación.
Siempre vale la pena recordar que, como dijo John Stuart Mill, “por poco dispuesta que se halle una persona a admitir la falsedad de opiniones fuertemente arraigadas en su espíritu, debe pensar que por muy verdaderas que sean, serán tenidas por dogmas muertos y no por verdades vivas, mientras no puedan ser total, frecuente y libremente discutidas”. Universidades vigiladas por el Estado solamente podrían dedicarse a reproducir dogmas muertos, algo que como sociedad debemos rechazar tajantemente.