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Este año la vida llegó y me transformó. Me hizo dudar de mí y me hizo creer. Enero me descubrió con un oceáno adentro. Pero la vida también se desborda porque lo que la contiene es más pequeña que ella. Navegué en aguas inciertas e inesperadas, sin mucho conocimiento de qué debía hacer, cómo actuar.

El agua me sumergió hondo, profundo, muy adentro; y me llevó de nuevo a la orilla. Sentí el aire irse de mis pulmones, pero luché. Y empecé a correr, a exigirme. Pensé: soy capaz. Soy fuerte. Soy valiosa. Soy valiente. Soy suficiente.

Encontré un amor diferente en el amor conocido. Me aferré a esa esperanza —tal vez un poco cursi— de sentirme acompañada y guiada por otro. Un amor que salva en el naufragio. Un amor que no suelta aunque él también se esté ahogando. Un amor que se desprendió de todos sus miedos y vulnerabilidades en solitario para volverlos de dos.

Muchas formas de ser encierran lo que somos. Llevo años desligándome de la mujer que fui. Esa a la que hoy observo con compasión por su ingenuidad y torpeza. Pero a ella, a esa mujer que se perdió en tantos mares, que peleó con tempestades inevitables y, en vez de buscar refugio, se quedó ahí observando la lluvia, es a quien más le debo. Me debo a mí toda. Estar a oscuras y amar tantos años mi cueva me hizo buscar la luz y entender que sólo de mí depende salir de cualquier laberinto al que entre.

Entendí que soy todas mis versiones y única en cada una. Todas me contienen, aunque haya aprendido a fluir, a confrontarlas y a derrotarlas para poder cambiar, crecer, vivir más ligera. Sin embargo, creo que explorar es también quererse perder. Habita en mí un deseo enorme de descubrir quién seré dentro de unos años, cómo voy a pensar, a comportarme, de qué voy a hablar o a escribir. Entonces elijo andar por caminos inciertos, imaginarme otras maneras de ser y de hacer para acostumbrarme al hecho de que todo cambia.

Eso es lo único constante, la única certeza: el cambio.

Vuelvo al agua. Cierro los ojos. Olas enormes me sumergen y me impulso hacia arriba para encontrar el aire. Busco el Sol y su brillo. Me basta con abrir los ojos y mirar hacia afuera. El Sol es la dirección, la atracción. Tiene la fuerza para abrir las flores y generar vida. Dentro de mí habita también un sol. Grande, potente, luminoso, finito, generador de vida que reposaría en un agua milenaria.

Los sueños contienen el universo entero, las posibilidades que imaginemos. La existencia puede ser también eso: un sueño recurrente que a veces parece no tener sentido, donde no controlamos casi nada. El comienzo de este año me trajo la inspiración de los nuevos comienzos, pero también de los nuevos miedos. Expectativas sofocantes y, luego, un derrumbamiento carmesí, como un atardecer esplendoroso que anuncia el fin de los rayos del Sol por este día.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/amalia-uribe/

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