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Crecí escribiendo; artículos, canciones, poemas. Desde que aprendí a sostener un bolígrafo he tenido cuadernos y libretas llenos de apuntes que luego califico como insignificantes. Pero lo que siempre sí escribía con cuidado y atención, buscando en Google cuales de sus palabras llevaban tilde antes de saber lo que era grave, agudo, o esdrújulo, fueron las cartas. Y aunque hablo hasta por los codos, mi método para expresarme, para decir exactamente lo que quiero sin más ni menos, ha sido la palabra escrita.

No sé si mi mamá todavía tiene todas las cartas que le he dado a través de los años. En las que le pedía perdón por haber sido grosera, o en las que le decía lo mucho que la quería, aunque solo fuera un par de veces al año; el día de la madre y su cumpleaños. Me imagino que todavía las tiene en algún cajón porque ha guardado hasta los dientes que se me cayeron cuando mudé, pero por si las moscas, este año le escribiré otra.

La mamá este año ha tenido que sobrevivir a lo inimaginable. Ha tenido que afrontar situaciones indescriptiblemente dolorosas, y también ha tenido que guardar su corazón, que normalmente lo mantiene en la palma de su mano para entregarlo, en un rincón remoto. Simplemente para poder levantarse por la mañana, con un hijo enfermo y la otra a nueve mil kilómetros de distancia, la mamá ha tenido que cambiar.

La mamá ya no se acuerda de todo como antes, y cada vez se aferra más a esas agendas diminutas que rellena con recibos, fechas de citas médicas, pendientes, y cumpleaños. La que nos compraba salchichón para comérnoslo frío con limón y sal ahora me habla de lo malos que son los embutidos, y esa misma que quería a los perros de lejitos ahora duerme con dos o tres peludos en su cama.

Cuando chiquita veía a una mamá estática en el tiempo, en sabiduría, en inteligencia y en fuerza. Pensé que se quedaría igual de bonita, sabia, inteligente y fuerte siempre, porque para mí era inconcebible que alguien pudiera tener más de estas cualidades. Pero ha sido el mayor honor de mi vida verla cambiar. Es casi como si estuviera ahí para mostrarme todo el camino que me falta por recorrer, y que la vida es un constante aprendizaje incluso para las mamás.

Su pelo crespo y oscuro como la noche ahora le ilumina la cara, le enmarca las facciones incluso más que cuando tenía 25. Sus ojos han permanecido grandes y alerta, del color de la Nutella, pero ahora tienen más profundidad, como si fueran ventanas a su camino recorrido. Y ahora hace yoga, mandándome fotos de las nuevas paradas de manos que aprende, y enseñándome que lo que hay que aprender en la vida es el balance.

Me habla de los ángeles a quienes les puedo pedir ayuda cuando lo necesito, y con su fe me hace tener la certeza de que todo estará bien. Me dice que me quite los zapatos y salga a caminar en la manga cuando le digo que estoy estresada por un examen de la universidad, y su cura mágica para la tristeza es rodearse de verde. Tiene una nueva admiración por la naturaleza que nunca le había conocido, y sus sueños yacen en sumergirse en el mar. Y claro que todavía le puede ayudar a mi hermano con su tarea de matemáticas, pero ahora también puede darme el remedio a un corazón roto, a la indecisión, al miedo, y al dolor del alma. Es muchísimo más inteligente que cuando la conocí hace 21 años, cuando ella tenía 24.

Puede liderar a nuestra familia con fragilidad, con decisión y verdad, con consideraciones, ambigüedades y compañerismo. En el último año aprendió a poner antibiótico a través de un catéter, pero también aprendió a ponerle curitas a los dolores que van más allá de nuestro estado físico. Con las lágrimas que ha derramado me ha mostrado el valor que tiene la vulnerabilidad, y con sus palabras de agradecimiento y de compasión con el mundo y la vida me enseñó que el resentimiento no lleva a nada. El que me haya perdonado a mí, a quienes la han herido, y a la vida por ponerla en situaciones tan dolorosas me demostró que, realmente, su corazón es infinito.

Pero sigue siendo ella. Siempre la siento cerquita, una presencia omnipotente que me sigue guiando. Pienso en ella todos los días, todo el día, porque además de darme la vida, me ha dado las herramientas para transitarla. Encendió el bombillo de una existencia multicolor, enseñándome con su camino lo que quiero para el mío. Por lo que todo lo que escribo es por y para ella, aunque no siempre esté de acuerdo. Desde el momento en el que con un marcador borrable me enseñó a escribir mi nombre en las ventanas de nuestra casa, todo lo que escribí, escribo, o escribiré es por y para ella. Entonces, todo lo que expreso, la exactitud de mi palabra, la manera en la que mis eses se curvean, es por ella. Feliz día de la madre se queda corto para expresarle lo que siento, y así sea este el medio a través del cual puedo encontrar el fondo de mis pensamientos, ni siquiera esto ha sido suficiente.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/salome-beyer/

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