Me da pánico que Petro gane la presidencia. Y no, no es que le haya comido cuento a Uribe sobre el castrochavismo o que yo tenga grandes hatos ganaderos en riesgo de ser expropiados, es que con los últimos anuncios de propuestas y alianzas, sus verdaderas intenciones quedaron develadas.
Impresión de billetes para pagar el gasto gubernamental, alza de impuestos a las importaciones y a las grandes fortunas, expropiación de tierras, nacionalización de los fondos privados de pensiones, regulación de precios, acabar con la explotación de hidrocarburos y minerales… Todos los ingredientes de la receta de la pobreza extrema, probada en muchos lugares del planeta con iguales resultados nefastos: los ricos dejan el país con su capital y se quedan los pobres pagando los platos rotos.
Esto combinado con su capacidad de exacerbar los sentimientos de las personas, con su intolerancia y sus malos tratos a quien se le opone, con la propuesta de ascensos masivos a militares, y las alianzas sin escrúpulos que hace con políticos clientelistas, alertan sobre lo difícil que sería ejercer contrapeso democrático e institucional a un gobierno suyo.
Cuando les comparto estas preocupaciones a conocidos que quieren votar por el Pacto Histórico recibo siempre dos curiosas respuestas. La primera es que no importa todo lo que Petro haga, pues Colombia está tan mal que no podría estar peor, olvidando que la historia de la humanidad está llena de ejemplos que demuestran que todo es susceptible de empeorar; la segunda es que igual ya en el país hay mucha pobreza y que por lo tanto para la mayoría de personas no es una amenaza sino una realidad que ya viven. Que una crisis económica no sea para ellos un motivo de prevención revela al menos una extraña postura ética, pues podría deducirse que lo anhelado es que todos pasemos necesidades y no que ninguno lo haga.
Aquí no nos hace falta una rebelión en la granja.