El oro está más caro que nunca en los mercados internacionales. Se ha convertido nuevamente en un refugio de valor frente a la incertidumbre económica, la desconfianza hacia los activos financieros tradicionales y las tensiones geopolíticas. Para muchos países, este contexto representa una oportunidad. Pero en regiones mineras de Antioquia, como el Bajo Cauca, el alza del oro también se traduce en una mayor violencia.
Lo que ocurre en el Bajo Cauca no es una novedad ni una alerta temprana: es el síntoma reiterado de una crisis territorial sin resolver. Esta subregión enfrenta una convergencia de la minería ilegal, las disputas armadas, la ausencia estatal y las violencias recicladas. Grupos armados ilegales (Clan del Golfo, disidencias de las FARC, ELN) han convertido la extracción de oro en una fuente de financiación, una herramienta de control y una palanca para reconfigurar el poder local.
Hoy, el oro no solo es un bien altamente cotizado en los mercados internacionales, sino también el motor de múltiples economías criminales. Su extracción ilegal —asociada a condiciones laborales precarias, deforestación, contaminación ambiental y desplazamiento forzado— no es una actividad marginal: también puede entenderse como un sistema paralelo de gobernanza. En el Bajo Cauca, como en muchas otras regiones, los grupos armados no operan solo con fusiles, sino también con retroexcavadoras, dragas y maquinaria pesada. Controlar el oro implica controlar las rutas, las reglas y la población.
Y mientras tanto, la respuesta institucional sigue siendo fragmentada, reactiva y, en ocasiones, cooptada. Se persigue al barequero, pero no se interrumpe la cadena que conecta el socavón con las comercializadoras. Se multiplican los operativos, pero no se consolidan alternativas económicas sostenibles.
Hablar de seguridad en el Bajo Cauca implica reconocer la dimensión económica del conflicto. No es solo un asunto de orden público, sino también una disputa por rentas, legitimidad y control territorial. Si no se transforman las economías ilegales en oportunidades formales, seguras y sostenibles, la violencia seguirá reproduciéndose con cada nuevo pico del precio internacional del oro.
El problema no es el oro en sí. Es el abandono institucional el que permitió que su extracción se convirtiera en la columna vertebral de redes criminales. Por eso, cualquier política de seguridad que no incorpore una visión territorial, económica y de largo plazo está condenada al fracaso. Y toda agenda de desarrollo que no se atreva a disputar los mercados ilegales será meramente decorativa.
El Bajo Cauca no puede seguir siendo tratado como una excepción. Es un espejo incómodo de lo que ocurre cuando el Estado cede el territorio al crimen organizado. Y si no aprendemos de ese espejo, otros territorios seguirán el mismo camino. Uno en el que el oro brilla, pero no para todos.
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