Esta semana, Juan Pablo Trujillo, mi colega en estas lides de opinar, se lanzó con una columna que tituló El orgullo por Medellín. Y arranca con un dato que brinda la Encuesta de Percepción Ciudadana “Medellín Cómo Vamos”. El dato es este: 7 de cada 10 ciudadanos se sienten orgullosos de la ciudad. Y me pregunto yo: ¿orgullosos de qué? Así que bien podría ser uno de los tres que le quedan faltando a esa decena de ufanos medellinenses.
Tengo una hipótesis: nos exponen, desde niños, a un bombardeo de lugares comunes sobre lo que significa ser de Medellín que nada tienen que ver con la ciudad. Entonces, cuando se les pregunta a los transeúntes si se sienten orgullosos de esta sumatoria de edificios, calles, lomas imposibles y almas, se activa ese cúmulo de sinrazones que suelen exponer los más altivos habitantes de esta urbe desigual y violenta para responder que sí, que se sienten muy orgullosos de Medellín. Y de nuevo lo digo: ¿orgullosos de qué?
En contravía de lo que señala mi colega Trujillo, creo que el civismo, la confianza y el buen vivir en Medellín existen pese a ese orgullo donde se asoman palabras como pujanza, verraquera y otros adjetivos grandilocuentes, y no gracias a él. ¡Claro que hay ejemplos de solidaridad y buen comportamiento! Pero no es que abunden y por eso son más rarezas dignas del aplauso que rutinas y dinámicas que distingamos como obvias.
Hay una frase que me sirve. La encontré en Tinta invisible, el libro de Javier Peña, el autor del podcast Grande Infelices (vayan y búsquenlo, si no lo han oído aún). La frase dice algo así como qué sabe de Inglaterra el que solo conoce Inglaterra. Pues bien, qué sabe de Medellín el que solo conoce Medellín.
Y no crean que estoy hablando de quienes viajan, aunque hay quienes lo hacen, pero no dejan que el mundo pase por ellos. No, estoy hablando de esa costumbre ancestral de verse el ombligo y creer que existe algo que uno podría llamar el modelo paisacéntrico: aquel en el que todo gira alrededor de Medellín.
He oído repetir, aquí y allá, a gente muy orgullosa de la ciudad, que Medellín es el mejor vividero del mundo, pese a su desigualdad enraizada y a la sordidez y la violencia de algunas de sus zonas, a la intolerancia de algunos de sus habitantes capaces de lamentar la muerte de unos y desear la de otros con la misma intensidad.
¡¿Orgullosos de qué?! ¿De esta ciudad armada alrededor del mito del oro donde cada quien busca su veta para ver si se hace rico y llevarse a los demás en el camino? ¿De los falsos estándares de belleza que uniformaron la estética y los cuerpos? ¿Del viejo relato del avivamiento capaz de aprovecharse de otros para vender más caras las baratijas?
Y no es que no me guste vivir en esta ciudad y mirar sus montañas que son, lo he dicho antes, paisaje que se extraña y encierro que se sufre. ¡Me gusta Medellín! Pero le veo su lado feo, intolerante, rezandero, racista y clasista. ¡Claro que me gusta vivir aquí! Pero me entristecen su gentrificación, su venta al mejor postor, su turistificación, su aire irrespirable, su falta de espacios verdes para todos, su rutina del ruido, sus males enquistados, sus fantasmas sin exorcizar, su rebeldía reaccionaria.
Y el relato que nos reúne, el grandilocuente, el de la pujanza y el aguante, el de los exitosos, se me antoja excluyente. No, de nada de eso es para sentirse orgulloso.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/mario-duque/