Acabo de regresar de un viaje entre montañas repletas de olivos. Un viaje por países con lenguas, culturas, religiones y monedas distintas, pero ligados por el paisaje, la tradición y la belleza de los olivos. Además de en las montañas y en cultivos a lado y lado de las carreteras y las vías del tren, había olivos en los andenes al caminar por las ciudades, así como en materas en hoteles y restaurantes, y hasta en zonas inhóspitas, brillando en medio del abandono. Me maravilló su resiliencia: en tantísimas ocasiones estaban podados, muchas veces radicalmente, pero predominaban los retoños, nuevos árboles que surgían de esas pequeñas muertes y del dolor.
Al tiempo que contemplaba encantada y adicta su aparente eternidad en el horizonte, así como las ramas rebosantes de aceitunas en la cercanía, no podía evitar pensar en los olivos centenarios de Palestina, que sufren permanentemente la tala —así como el derribo con máquinas excavadoras— por parte de los colonos y del ejército israelí. Los olivos testigos y víctimas del horror. Los olivos que han visto llorar y partir a generaciones humilladas, desterradas y desangradas, que a su vez han llorado sobre sus troncos cercenados, compañeros de sus ancestros y fuente de vida y de belleza.
“Por aquí, la sociedad está dividida entre quienes ya no soportan oír hablar de Gaza y quienes son incapaces de dejar de pensar en nada que no sea Gaza. Me incluyo en estos últimos…”, dijo la escritora portuguesa Lídia Jorge, en nombre de personas como yo. Durante el viaje, ante los inevitables dolores con los que uno se cruza cuando se mueve, pensaba en el peso de la sensibilidad profunda. Que uno sienta dolor por la sandía que alguien tira, recogida con el esfuerzo de una persona bajo un sol ardiente, y de fondo el estómago vacío de quien sueña con una sandía, así como el gasto de agua y demás. Pensaba que, contrario a eso que ha definido la historia humana —enfocarnos en las diferencias físicas para clasificarnos y menospreciarnos y atacarnos—, las diferencias radicales están por dentro: en la capacidad de ver y de sentir y de actuar de determinada manera.
Caminábamos mi pareja y yo por una calle de Varna, en la costa del Mar Negro, al este de Bulgaria. Llovía suavemente. Caminábamos y, de repente, él dio un brinco hasta una puerta junto al andén y la abrió. Al asomarme descubrí a un hombrecito canoso de bigote, boina, gafas y bastón, bajando cuidadosamente unas escaleras y acomodando su sombrilla para salir a la calle. Ese hombre miraba sorprendido a mi pareja, que le había abierto la puerta justo a tiempo, y le agradeció asintiendo con la cabeza, como quien reconoce que aún existe la bondad.
Hace poco le preguntaron al escritor Dan Brown en una entrevista si el conocimiento era peligroso y respondió que lo era sin bondad. Cumplió dos años el infierno. Dos años lo hemos observado en directo y seguimos dando likes y comprando ropa y tirando sandías a la basura. No sé qué clase de sociedad anhele la nación que surgió de un pueblo que fue brillante, la nación que ha desarrollado tantas cosas admirables y que, tras décadas de liderar un apartheid, se ha convertido en terrorista. No sé qué sea para el estado de la sangre y la venganza la bondad.
Escribe Antonio Pita, corresponsal para Oriente Próximo de El País, en una crónica sobre los israelíes que van a un mirador en la ciudad fronteriza de Sderot para divertirse viendo los bombardeos con telescopios: “…algunos vienen con mantas, picoteo y narguile (pipa de agua) incluso de madrugada, cuando más bombardea Israel. Una familia se pelea por aprovechar el tiempo que da el telescopio para mirar. ‘Mira, ahí queda en pie un edificio’, dice uno. ‘¡Hijo, ven a ver el humo y los escombros!’, apremia el padre”. Uno de los lugares que visité en el viaje estaba lleno de ciudadanos de ese estado relajados en el mar. Al mirar sus bebés pensaba en qué les contarían sus padres y en quiénes se irían a convertir. “Pobres niños –dijo entre dientes–. Se están enamorando de la guerra”, escribió el albanés Ismail Kadaré en Crónica de la ciudad de piedra.
“Me gano la vida con tanta tristeza”, confesó una reportera de guerra en un libro. Que nos siga doliendo. Que vivamos de lo importante. Que sean vergonzosas la mediocridad y la cobardía de callar.
Lo que ha pasado es imborrable; no tiene perdón ni solución. A mí me ha roto el alma, pero sé que el pueblo palestino es como sus olivos. Retoña. Está lleno de belleza. Seguirá colmando de vida las montañas y resplandeciendo eterno en el horizonte.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/catalina-franco-r/