Ochenta y tres violadores. Una mujer. Un estruendo.

Ochenta y tres violadores. Una mujer. Un estruendo.

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Cada detalle que se conoce del Caso de Aviñón es más doloroso. En medios y redes, periodistas y opinadores, todavía no sabemos bien cómo referirnos ante semejante atrocidad. Que muestren las caras de ellos, que qué señora tan valiente, que no están enfermos, que ningún hombre denunció… Todo es atroz.

Ella, la víctima, decidió hacer público el juicio. Victimarios: su esposo y, por lo menos, otros 83 hombres, de los cuales 50 están identificados. Identidad. Eso también lo perdió ella cuando supo de semejante barbarie en su contra, perpetrada por quien, durante 50 años, fue su marido.

La decisión de hacer público el caso no es solo un asunto de valentía. Que lo es. Es, sobre todo, un acto de dignidad. Evidenciar los nombres y rostros de los violadores es un grito de defensa. Esa decisión suena como una alarma que pita estruendosamente, que se oye en todo el mundo. Y así tiene que ser porque ella, Gisele, está haciendo por otras lo que ninguno hizo por ella: gritar «en nombre de todas esas mujeres que tal vez nunca serán reconocidas como víctimas».

Ese estruendo tiene que oírse en cada rincón del planeta. Ese grito es para ubicarnos. Para mostrarnos el sentido de nuestra búsqueda: mirar hacia Francia, hacia Uganda, hacia Gaza, hacia Ucrania donde la palabra violencia dejó de ser suficiente para describir la barbarie. Hombres determinados a usar toda la fuerza de la que son capaces para acabar con todo aquello que consideran inferior: otros hombres y, sobre todo, mujeres, niños y niñas. Ellos se creen todo poderosos, cualquiera que sea su rol, su estrato, su origen.

El grito de Gisele, como guía, también nos obliga a mirar hacia adentro. Hacia Colombia. Pone más que en evidencia que el horror también ocurre en el hogar. Según el Instituto Colombiano de Salud, a junio de 2024, la tasa de notificación de violencia de género e intrafamiliar es 126,2 por cada 100 mil habitantes. Es espantoso, además, porque quién sabe cuántas víctimas ni siquiera alcanzan a denunciar.

Ese estruendo seguirá haciendo eco porque la indignación nunca ha sido suficiente. Hacer pública la verdad es, por encima de todo, un acto para recuperar la dignidad y la identidad; la vida. Y tiene que seguir siendo ese pitido constante que nos alarme para poner la mirada y la denuncia donde corresponda. Para protegerlas, para protegernos.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/maria-antonia-rincon/

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