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Dice la filosofía del budismo zen que nos preocupamos más por lo que nos imaginamos que por lo que en realidad sucede. Llega a mí esta frase simple, pero poderosa, en un momento del lunes en la mañana en el que siento que el caos me abruma. No sé de dónde viene esa incomodidad, entonces me detengo, miro a mi alrededor y pienso: ¿Cuál es el caos?, ¿qué está pasando que me siento así? A mi lado derecho tengo un pocillo con café que se está poniendo frío, porque estoy más preocupada por su temperatura que por disfrutarlo. Al frente veo a Rosita, la gata recién adoptada de mi hermana, que reposa en una canasta que hace las veces de camita, y nuestras miradas se encuentran. La de ella, taciturna como la de todos los felinos, esconde una profundidad que solo estos seres conocen, una paz inabarcable y ajena a mi realidad, de la que puedo aprender si observo con atención.

A mi lado izquierdo está Capitán, juega en el piso con un huesito de plástico, lo ruñe, lo intenta agarrar con sus patas delanteras y se concentra únicamente en ese movimiento de mandíbula. Capi es un cachorro de cinco meses que llegó a la vida de Alicia mi hermana, por azar, cuando ella caminaba por las calles tristes de la isla de San Andrés, y sus corazones se encontraron con esa certeza de unión que solo quienes se necesitan conocen. Esa tarde los salvados fueron dos. Me dispongo a escribir y pienso entonces en cómo la escritura y la capacidad de observar son intrínsecas la una de la otra, y me doy cuenta de que ese caos interior se apaga con un poco de atención a lo que me rodea, a los sonidos, los olores, las imágenes, y cómo escribiendo y nombrándolo, lentamente, se convierte en una llama movilizadora que alumbra esa oscuridad antes palpitante.

Y no me refiero a un estado de meditación profunda ni a algo místico o metafísico. Por el contrario, es el retorno a una fase básica del ser, a observar —sin la necesidad de encontrar algo específico o extraordinario— porque la vida, finalmente, es un cúmulo de situaciones inadvertidas que se nos pierden en el panorama, y que casi nunca analizamos con la sindéresis que ameritan.

Pienso en estos tres seres vivos —Alicia, Capitán y Rosita—, y en cómo su atención enfocada a instantes magnéticos los llevó a que estuvieran juntos y conformaran su hogar. Uno que para algunos resulta extraño. A mi hermana le han dicho loca cientos de veces por dedicar tantos esfuerzos en salvar animales no humanos, por privilegiar el bienestar de ellos a costa de su incomodidad, por promover una vida digna con base en el respeto para ellos. Hace unos años, rescató una paloma en las calles de Cartagena y la tuvo varias noches en su hotel dándole calor y alimento, y las personas se burlaban. “Es solo una paloma”, como si aquella ave que respiraba y tenía un ala lastimada no tuviera ya ningún tipo de derecho a la esperanza de una vida, ni a la compasión de otra especie.

Es que, como dice el escritor bosnio Velibor Colic, “Los seres humanos se acostumbran a todo, incluso a la proximidad y a la certeza de la extinción”. Supongo que por eso se nos hace tan difícil reconocer en el otro la posibilidad de una existencia plena, larga, duradera y vivible, no únicamente desde la concepción humana, sino desde la ambientalista, naturalista, y cósmica. Todo lo que existe en el universo, por grande o pequeño que sea, por complejo o básico que resulte merece vivir. Todas las formas de vida y de habitar el planeta son iguales de valiosas. Tristemente, nos hemos acostumbrado a una sola manera de observar y comprender la existencia y el paso del tiempo, dotamos a los conceptos de un único significado y nos quedamos con ellos como si fueran mandatos inamovibles, inmodificables; aprendemos y cultivamos una visión como guía perpetua, y nos adiestramos a ella. Y se nos hace paisaje estar vivos,

Olvidamos observar, apagamos esa llama de la curiosidad, por eso la contemplación de lo mundano nos desespera. Nos la pasamos mirando el reloj para que llegue la hora deseada, tachamos días en el calendario como si fueran a repetirse, nos invade una confusión misteriosa aun cuando todo está relativamente bien y estable. Y es que los años pueden ser apabullantes, pero también cuando advertimos detenidamente lo que contienen, lo que nos han dado, los lugares a los que nos han llevado y las personas con las que nos han unido, la existencia cobra un alto sentido, un valor trascendental. Nada nunca vuelve a ser igual por insignificante que parezca.  

Mi día no dejó de ser agitado y de hecho ninguno de esta semana, pero esa pausa obligada me dio perspectiva, me llevó a un estado de abstracción que me hizo entender que, por momentos, necesito detenerme, concentrarme en el café y no apresurarme a que esté tibio, para que no se me hagan paisaje los ojos de un gato, los gemidos de un perro ruñendo su juguete, las aves heridas que se encuentran en las aceras, ni el dolor ajeno, ni el caos ulterior. Que mis pensamientos no sean una preocupación imaginaria, sino una construcción de sucesos para que final de los tiempos mi existencia sea una suma de certezas de vida y florecimiento, de gratitud y aprendizajes, y no de muerte ni extinción.

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