Por estos días recordé la película JoJo Rabbit. Una comedia satírica que muestra, desde la perspectiva de un niño, como el proyecto Nazi era, sobre todo, un proyecto cultural. Uno que permea y condiciona la percepción, los sentimientos y la significación de unos sobre otros para alimentar una apuesta ideológica y política particular. En este caso, la de los alemanes sobre la comunidad judía europea. Recordé esta película porque no dista mucho de los sesgos cognitivos a los que estamos sometidos constantemente, sobre todo en espacios sociales como la política, el mundillo de la opinión y de la vida pública. Todos tenemos a nuestro “judío que come niños con grandes colmillos”, sin antes observar al enemigo.
El colombiano promedio sufre considerablemente el sesgo del prejuicio. Nos construimos una imagen totalizadora de nuestro enemigo: le atribuimos las peores cualidades, sobredimensionamos sus errores y construimos un relato moralizante sobre él: “somos los buenos y ellos son los malos”. Asumimos la actitud de fiscal: que busca juzgar al otro para defender nuestro punto, a costa de abandonar la actitud de científico: que se pregunta constamente sobre los hechos puntuales y valora en ellos la compleja gama de matices que lo componen. No observamos a nuestro “enemigo” y por eso, se convierte en eso.
Pero, debo decirlo, este sesgo se advierte constantemente. Los libros de moda, las nuevas prácticas empresariales y la corrección política apuntan cada vez más a observar al enemigo más allá de sólo juzgarlo, pero poco se habla de la imperiosa necesidad de observar también, al amigo.
¿cuántas veces sobrevaloramos a personas que ni siquiera hemos conocido bien o hemos sido testigos de su trabajo y/o capacidad? Constantemente escucho expresiones como: “Fulanita de tal es muy buena”, “Perencito es el mejor en eso”, “Fulanito es un teso”, y pocas veces nos paramos a preguntar ¿por qué lo es?, ¿cuál es el mérito reconocible, medible, verificable para hacer estos juicios positivos a una persona? Esto es lo que los psicólogos llaman sesgo de endogrupo. Y una ciudad como Medellín, sufre mucho de él.
Nuestros prejuicios están condicionados por el espacio cultural en el que estamos inmersos totalizando positivamente la imagen de los nuestros. Asumimos la actitud de abogado, defendiendo a quienes se parecen a nosotros, a quienes salieron de la misma universidad, quienes trabajan en los mismos lugares, quienes leen lo mismo que nos gusta leer, quienes militan en nuestro mismo espectro político. Sobrevaloramos sus capacidades, sobredimensionamos sus logros, sobreexaltamos sus virtudes y, sobre todo, eliminamos la crítica hacia ellos. Todo esto a costa del sacrificio de la actitud de científico: la de observar atentamente, incluso, los errores y los matices que, hasta los nuestros, también cometen. Errores o matices que quizá, no le perdonaríamos a quienes consideramos enemigos.
El sesgo de endogrupo alimenta peligrosa y poderosamente el prejuicio moral hacia nuestros enemigos. Crea mitos de validación colectiva y refuerza la idea del no-diálogo con quien no estamos de acuerdo o, simplemente, con quienes no se parecen a nosotros. Así como la corrección política nos pide cada vez más observar al enemigo, hago un llamado para que nos despojemos del prejuicio positivo y observemos también a nuestros amigos. Así, quizá, dejamos de ver a nuestros judíos como monstruos peligrosos y despreciables y a Hitler como nuestro perfecto y virtuoso mejor amigo.