Atesoro todas las fotografías de mi infancia, pero hay una a la que le tengo especial cariño: estamos mi hermano, mi abuelo materno y yo en la sala de la casa. Tengo unos cuatro años, el uniforme del colegio y un moño blanco en la cabeza. El abuelo está sentado en el sofá al lado de un oso panda de peluche que aún conservo y que en la foto está nuevo. Mi hermano y yo estamos de pie al frente del sofá. Todos miramos a la cámara. Todos sonreímos. Nosotros dos con dientes de leche.
Me gusta esta foto porque ocupando todo el plano, y toda la sala del apartamento, hay dos casas de plástico. Nos las habían regalado hace poco y, como no teníamos patio, la mamá nos había desocupado casi todo el salón para poder armarlas. Esas casitas nos fascinaban y pasábamos horas dentro de ellas. Eran nuestras casas dentro de la Casa. Las casitas no duraron mucho en el apartamento. Ignoro su destino final, pero perderlas no significó perder el impulso de hacer casas dentro de la casa. Con los cojines del sofá, las sillas del comedor, las cobijas y las almohadas fabricábamos guaridas que duraban poco tiempo en pie, pero que nuestros juegos infantiles volvieron indestructibles.
En las casas donde viven niños siempre hay más casas adentro: más madrigueras. La arquitectura de estos espacios íntimos habla de nuestra condición. De la necesidad de recogernos y de tener un lugar cálido y seco al que podamos entrar y en el que todo se sienta seguro. El impulso de los niños de construir cuevas, guaridas o madrigueras, es el mismo impulso que hace que los pájaros construyan nidos. Habla de reconocer la fragilidad y la hostilidad, de reclamar el poder del cuidado y de una naturaleza suave y protectora.
Nuestras madrigueras, esos espacios interiores, recrean nuestros deseos para el exterior. Queremos que el mundo sea un lugar blando y cálido en el que podamos vivir con generosidad todas las posibilidades de la imaginación. Los materiales para construirlas cambian con la edad, pero el principio es el mismo: tener un lugar donde recostar la cabeza.
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