“Lo que has vivido te deja una melodía en el interior del pecho: esa es la que, a través del relato, nos esforzamos en escuchar. Se trata de escribir este sonido con los medios propios del lenguaje”.

Amélie Nothomb.

No me imagino la vida sin nostalgia. Ese sentimiento de tristeza aceptada por las pérdidas —que siempre llegan— y de duda: el —¿Qué habría pasado si?— He descubierto que el agobio más intenso surge de lo que no podemos conocer, de lo anhelado pero irrealizable. O de eso que ya fue, pero se esfumó como las cenizas volcánicas. En nuestra mente intentamos deshacer los pasos, recorrer caminos en reversa, modificar situaciones y conversaciones o crear las que no hubo, vivir la vida hacia atrás y tratar de encontrar paz en ello. Tal vez resignación. Porque la nostalgia nos permite aceptar y rendirnos sin remedio a ese pasado que no podemos cambiar, y que tampoco existe ya, pero que de alguna manera nos podemos contar.

Y entonces acudimos a la imaginación y a los recuerdos. Nos aferramos a ellos como un niño a la mano de su madre cuando se tocan por primera vez. A ciegas, sin saber qué estamos haciendo, guiados únicamente por el ímpetu de la vida. Ese que algunos llaman instinto, y que para mí es algo innombrable. No existe en el lenguaje una palabra que describa con precisión y que se refiera exclusivamente a ese sentimiento de obstinación desconocida. Hay cosas a las que solo podemos nombrar con nuestro lenguaje íntimo y propio, desde adentro.

Dice Amélie Nothomb en su libro La nostalgia feliz que todo lo que amamos se convierte en una ficción.  La de ella, por ejemplo, es su natal Japón. El país donde nació, pero del que se fue muy pequeña, con los recuerdos de la mujer que la cuidaba, el momento en que casi se ahoga, los primeros niños con los que socializó, las fiestas de su padre embajador, entre otros; y, sin embargo, el relato de la tierra del Sol Naciente, descrito en esa novela, es más la invención de una mujer adulta que se aferra con vehemencia, casi absurda, a su infancia, a su origen. Nostalgia feliz es la traducción no literal —pues nuevamente el idioma no alcanza— de un concepto japonés que expresa, contrario a la nostalgia occidental, un sentimiento de alegría por el pasado. Natsukashii es la sensación de dulzura que nos genera un recuerdo.

Con frecuencia me encuentro divagando por los resquicios de mi memoria. Hago elucubraciones inútiles sobre mi pasado, pero también me cuento el relato de eso que he amado. Lo que ya es ficción. Siento entonces que la vida se comienza a vivir desde que empezamos a recordarla. Nacer y llegar a los brazos de la madre nos permite desarrollarnos en un ambiente seguro, cálido y provisto de necesidades básicas —por desgracia, no para todos— pero aún no estamos vivos en todo el sentido de la palabra. La vida solo puede contarse cuando evocamos; sin importar si estamos inventando u omitiendo detalles.

El cerebro, ese órgano fascinante y misterioso, nos obliga a edificar nuestra memoria como armando piezas de un rompecabezas. Y en un intento desesperado e inútil de mantenerlo en orden, terminamos con una torre de babel de recuerdos entreverados que son la base de la existencia. Para el relato, para las emociones, para motivarnos, para recordar que estamos vivos, y para que quienes no están también persistan más allá de la vida. Son ficción, y con ella todo es posible siempre.

La nostalgia —feliz o triste— es mi relato. Es el que he decidido contarme para soportar ese vacío ingrávido que a veces me invade. Es mi ficción para aceptar todo lo que sin razón o por elección me ha ocurrido, lo que no fue y lo que ya nunca será. Tengo la fortuna de que alguien, hace tiempo, le puso nombre a esta sensación, aunque bien podría habérmela inventado.

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