No te quiero aquí

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Fujikawaguchiko es un pueblo japonés que hace parte de la prefectura de Yamanashi. No vive mucha gente allí, menos de 26.000 personas. No alcanzan todos ellos para llenar, por ejemplo, el Atanasio Girardot.

Fujikawaguchiko, sin embargo, es famosa. Tal vez le ha pasado una de las cosas más terribles que le puede pasar a una ciudad: es instagrameable. No la ciudad, sino lo que se ve desde la ciudad: el monte Fuji. Hay un punto preciso de la ciudad y un momento preciso del día en que las luces de una tienda le dan un aspecto particularmente atractivo para tomar una foto única… que postean millones.

Pero en Fujikawaguchiko se cansaron de esa gente. No porque sean montones o por su patetismo de convertir todo en píxeles que subirán a sus nubes y se volverán datos (que ni siquiera recuerdos) que no volverán a ver. No. Se cansaron de sus imprudencias, de que no atendieran las señales de tránsito, de las montañas de basura que dejan a su paso. O que dejamos, porque turistas hemos sido todos, qué importa si en Fujikawaguchiko, Florencia, Cartagena o Guatapé.

En Ámsterdam vive menos de un millón de personas, pero su población flotante es de millones al año. Decidieron que la construcción de nuevos hoteles solo será posible previo cierre de otros. “Hay barrios donde se oye cantar a los pájaros y otros donde hay demasiado ruido ambiental y suciedad en la calle debida al flujo turístico”, dijeron los ciudadanos reunidos para buscar salidas al asunto. Suciedad. Cualquiera que haya pasado por Ámsterdam también sabrá que sobran los borrachos en ciertas partes del centro de la ciudad.

En Venecia ya nadie vive. La ciudad es un lugar de paso con canales y góndolas. Los venecianos la abandonaron, se rindieron. Eran muy pocos para resistir a las hordas que descargaban los cruceros. Ciudad de México clama: gringos go home. La gentrificación ha encarecido ciertas colonias y en algunas, casi, el idioma local es el inglés. Pasa en grande y en pequeño, también. Las comunidades de El Carmen de Viboral, San Francisco y Cocorná se tuvieron que poner de acuerdo para preservar el equilibrio del río Melcocho, dejarlo descansar de los visitantes, de sus huellas, de la basura que dejan a su paso, del ruido que llevan consigo. Que llevamos, repito.

Turismo sí, pero no así. Aunque hay pequeños triunfos.

En Barcelona, la ruta 116 desapareció de Google Maps, no se la recomienda más la aplicación a los turistas (que son millones cada año) que pasean por la capital de Cataluña. Comunidad y ayuntamiento se unieron para lograrlo. Para ellos, los habitantes de una ciudad tomada por los viajeros, se había vuelto imposible encontrar un asiento disponible en el bus para llegar a sus casas: siempre iba atestado por gente que quería llegar al Park Güell.

El mundo es menos ancho (aunque igual de ajeno) de como lo describió Ciro Alegría. Viajar por el mundo es sencillo, ya no se necesita ser Marco Polo. Hasta las ciudades olvidadas durante años, con o sin estigmas que las persigan o gracias a ellos, son hoy atractivas para visitarlas.

¿Será que, como con los gobiernos, tenemos el turismo que nos merecemos? Espero que la respuesta sea no, pero nos esforzamos tanto en vender a Medellín que no nos detuvimos a pensar a quién estábamos invitando. 

Ojalá nuestro problema fueran multitudes tomándole fotos al atardecer sobre el Cerro Nutibara, pero no; ojalá alcanzara con una valla para cerrarle el paso a los turistas puteros, pero tampoco.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/mario-duque/

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